Tropa y dos oficiales
UN RÁPIDO VIAJE
Hoy se acaba esto. Ya vera
ese muchacho quien soy yo. No por gusto me llamaban el Rompevallas.
Orvin
es un muchacho metódico y muy creativo en lo que fastidiar vidas ajenas se
refiere. Empezó de pequeño con sus padres y hermanos; luego, en el colegio,
adquirió experiencia valiosa al practicar con sus profesores y compañeros de
estudios. Hoy a los diecinueve años, está pronto a doctorarse en tormentos
intensivos, al hacerle imposible la existencia a un pepenador que recoge latas
por el residencial.
Si
señor, Rompevallas, el más fuerte bateador de La Hondonada. Tuve mis momentos
de gloria, en especial cuando bateaba y la bola pasaba por encima de la cerca.
Al principio, siempre lo esperaba oculto en la misma
esquina. Después añadió la sorpresa y escondido en diferentes rincones, lo
atacaba e inmediatamente se daba a la fuga. A veces pasaba indiferente a su
lado y a cierta distancia, ¡zas! Por último, optó por el descaro y desde
cualquier balcón o azotea prestada por algún cómplice, bombardeaba al recoge
latas con certeros tomates e hirientes carcajadas.
Recuerdo el partido en que me enfrenté al mejor lanzador
de La Hondonada: Nando Bola Tibia. Me tenía loco con su curva; cuando llegamos
a la cuenta máxima, lanzó su famosa recta. Cerré los ojos y bateé; los abrí con
el tuc del bate, vi la bola elevarse y pasar por encima de las gradas. Nunca he
vuelto a sentirme tan bien como en esa ocasión.
Según Orvin y sus compinches, el pepenador descuadra con
las calles barridas y los árboles podados del residencial; sobretodo cuando
rompe las bolsas de basura en busca de latas y otros objetos.
Ya verá ese patán. Esta tabla servirá. Cuando me tire sus
tomates, se los voy a regresar a punta de batazos.
Además de su espíritu sádico y de la complicidad de los
residentes, Orvin tenía otros móviles para su proceder. Una noche sentado en la
acera, bebía cerveza en compañía de otros muchachos; al ver a su víctima
transitar por el otro lado de la calle, Orvin le arrojó una lata a medio beber.
El paria la recogió, cruzó la calle y mirándolo a los ojos, vació su contenido,
la estrujó con una mano y la dejó caer al suelo. Luego se marchó con una
sonrisa de dientes careados.
Hoy le voy a demostrar quien soy, quien es Rompevallas.
Orvin
y una docena de tomates aguardaban en el balcón de una de sus patrocinadoras.
No tardó mucho en aparecer el esperado y pronto estuvieron frente a frente. La
dueña de la casa al ver al desarrapado con una tabla, llamó a la policía. El
muchacho desde la altura miraba a su contendiente y manoseaba un tomate.
Rompevallas soltó el saco y comenzó a abanicar el aire con la tabla, calentando
así sus brazos. Una vena en la frente de Orvin delataba su agitación; pronto
enterró los dedos en el tomate. Tomó otro y al palparlo le pareció extraño.
Mientras acariciaba el tomate, sufrió un malestar que supuso provocado por el
exceso de adrenalina. Rompevallas estaba listo.
Lanza, lanza que aquí te espero. ¡Chiquillo malcriado!
El primer tomate fue a estrellarse bastante lejos del
pepenador; sus sonrisas irritaron en extremo al muchacho. Tomó otro fruto rojo
y de nuevo experimentó un desvanecimiento al acariciarlo. Este segundo
lanzamiento, Rompevallas apenas lo rozó con la tabla, provocando en Orvin una
ira dolorosa. Agarró otro proyectil y en esta ocasión no hubo mareo, por el
contrario, sintió como sus dedos encajaban perfectamente en la piel del tomate.
Va a tratar de sorprenderme, no se lo voy a permitir. Me
moveré rápido y la sorpresa será para él.
Sin agitación, sin ningún malestar, lleno de confianza y
nuevas energías; Orvin lanzó el tomate con toda la energía de su joven vida y
fue tal el esfuerzo, que esta vez si se desmayó.
Ahora vas a saber quien es Rompevallas.
Al
despertar, viajaba veloz y directo hacia la tabla que ya cortaba el aire,
impelida por los aún poderosos brazos de Rompevallas.
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