Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 11 de septiembre de 2016

LA CONFIANZA

Fue un riesgo totalmente innecesario. Tan sólo bastaba verle la facha para comprender que ninguna medida de precaución estaba de más. Pero ella prefirió arriesgarse y lo invitó a su casa. Y todo tiene un precio. Así lo pudo comprender. ¿Tarde? Desde niña la habían instruido sobre las extrañas e inconvenientes costumbres de aquellos individuos, más si tenían cara de dragón. Estaba prohibido acercárseles, era inconcebible hablarles y definitivamente, abrirles las puertas del propio hogar era síntoma de esquizofrenia.

            Durante toda su vida los vio con desconfianza hasta que apareció el cara de dragón. No resistió la tentación de por fin conocer de cerca a un miembro de la especie que tanto discriminaba. Pero, ¿y sí las buenas tradiciones tenían razón y resultaba que todo lo dicho sobre ellos era verdad? Con esa inquietud muy presente en su mente, tomó algunas precauciones, aunque sabía que a la hora de la definición no serían suficientes.


La invitación consistió en una cena. Ella cocinó y él se sentó en su mesa. Ella supo hallar el punto correcto de la sazón y él usar todos los cubiertos. La sobre mesa y el café fueron exquisitos. Conversaron como si fueran amigos. Como si no perteneciesen a familias con siglos de evolución por caminos diferentes. Caminos plagados de feas historias y peores miradas. Conversaron y conversaron. Conversaron hasta que él con el seño convertido súbitamente en piedra se levantó y en silencio se dirigió a la cocina. Ella, mientras una gota muy fría de sudor le recorría la frente, hizo inventario de cuantos cuchillos, tenedores y otros instrumentos punzo cortantes había en la estantería. Desde su asiento escuchó el ruido de trastos. Una pausa y lo sintió regresar al comedor. Lo vio recoger la vajilla de la mesa y dirigirse nuevamente a la cocina. Esta vez lo siguió. Lo vio terminar de fregar, limpiar la estufa y pasar la escoba. Ya no conversaron. No era necesario. Caminaron hasta la puerta. Dos sonrisas y un apretón de manos y varios siglos de evolución se dieron al traste esa noche.