Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 23 de febrero de 2014

Del libro Vértigo (In ego volantis)

Puente a mí mismo

UNA AUTENTICA IMITACIÓN DE LOS GIRASOLES

            Ese hedor era tan penetrante que logró fastidiar mi sueño. Por breves segundos no supe de donde provenía aquella pestilencia, hasta que unos apagados gruñidos llamaron mi atención sobre un bulto echado en la tupida alfombra de lana australiana.
            Empujé con el codo a mi mujer pero ella ni se inmutó. Encendí la lamparilla de noche y antes de verificar la identidad del bulto, tomé mi reloj digital de cuarzo y leí: 4 y 43 a.m... Faltaban 107 minutos para cumplir las ocho horas de sueño que me permitían funcionar de manera cabal en la oficina.
            De nuevo intenté despertar a mi esposa para afrontar juntos ese bulto, pero imposible, ella se obcecaba en dormir; supongo que gracias a la bendita sinusitis, no sentía el olor.          
            Al incorporarme y poner los pies sobre la blanda moqueta, pisé con asco al intuir poder tropezar con alguna sustancia pegajosa proveniente del fardo; algo baboso que se me pudiera escurrir entre los dedos de los pies.
            Más mareado que dormido caminé hasta la puerta del cuarto y desde allí, gracias al clic del interruptor eléctrico, espanté a los duendes de las sombras; pero la peste se quedó con ese bulto gruñón, ahora definido ante mis ojos medrosos.
            Se trataba de una alimaña de flácido cuero manchado con sarna y casi atravesado por huesos puntiagudos, larga trompa con emergentes colmillos cariados, patas flacas y nudosas que parecían no poder sostener su laxo cuerpo, orejas colgantes como banderas raídas; tuerto y con la cuenca vacía tapiada por un parche de lagaña. El fondo del ojo sano poseía una chispa inquietante.
            Obvio que se trataba de un animal, sin embargo no adivinaba su género. Ese bulto animal contrastaba con el resto de la alcoba.
            No tenía nada en común con la alfombra sobre la cual estaba acostado, ni con el juego de recamara hecho de caoba y tallado a mano. No tenía nada en común con los lienzos satinados de la cama y la auténtica imitación de Los Girasoles de Van Gogh colgada de la pared lateral. No tenía nada en común con el ropero lleno de piezas adecuadas para el trabajo y la vida social de un oficinista; menos con el espejo de cuerpo entero, vigilante periódico de los detalles de la buena apariencia. Nada de mi recámara podía afiliarse con esa bestia. Sólo el aire acondicionado se hizo su cómplice, al difundir por parejo su cochino aliento. No toleré tal infidelidad y lo desconecté.
            Todavía no entendía como mi señora dormía tranquila, si con cada gruñido se espesaba más el caldo pestífero. Ella se veía linda con el arreglado cabello sobre la cara y su pequeño pie derecho asomándose apenas  entre las sábanas: ni un callo, ni una uña mal cortada. Por haber apagado el aire la destapé para que no sudara.    Ella tampoco tenía nada en común con aquel bulto animal.
            Aplastado contra el marco de la puerta, con la nariz en arruga para evitar la tufarada, observé muy bien a esa cosa animada; en especial la chispa derramada por su ojo sano: la miraba y la pensaba, pensaba y miraba, miraba, pensaba, pensaba, pensaba.
            ¿Que dirían en el club si se enterasen de que un pestilente bulto animal reposaba en mi dormitorio? Mis jefes y compañeros de oficina cambiarían su opinión sobre mí, al saber que pude respirar aquel tufo y sobrevivir. ¿Que pasaría si mi esposa despertase y al pisar la alfombra, algo baboso se le escurriera entre sus dedos sin callos ni uñas mal cortadas? Lo peor sería que todos ellos, concluyeran que la chispa proveniente del ojo sano del bulto animal, inquietaba mi ser más allá de la debido.
            Ese brillo era algo místico que descubría un pasado tachado: zanjas de agua sucia que servían de piscina a niños desnudos, esquinas donde la droga más difícil de comprar era una aspirina, collados de mugre horadados por ratas y cucarachas, una mujer avejentada secando a plancha el solitario uniforme colegial de su hijo.
            Pero nada de eso tenía algo en común con mis ropas, mi reloj digital de cuarzo, mi alfombra de lana australiana, mis muebles de caoba con acabados a mano, mi espejo de cuerpo entero, mi auto, mi apartamento o mi afiliación al club. No había nada en común, nada en común, nada. El bulto animal no se interesaba en mis posesiones y eso me aterrorizaba. Mi auténtica imitación de Los Girasoles se descoloraba.
            Esa chispa me fue cubriendo como aceite que envuelve a una pieza de motor puesto en marcha. Se que debí oponerme, al final no me iba a gustar eso de navegar en aguas profundas; ver fondo en el abismo, no me iba a gustar.
            A mi me agrada vestirme bien, hacer un buen trabajo en la oficina, salir los viernes con mis amigos, ir los sábados con mi esposa al cine o a bailar y los domingos a casa de mi suegra. Una vida sin complicaciones, de reglas hechas como rieles sobre los cuales nada más hay que montarse. Esa noche el tren de mi vida se descarriló.

            No resistí, no pude, estaba ávido de enterarme de lo conocido, de ver lo visto, oír lo escuchado y deslumbrado por la chispa inquietante del ojo sano del bulto animal, recordé a un niño nadando desnudo en una zanja, mientras su madre se preparaba a secar a punta de plancha, un solitario uniforme escolar.