Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 24 de mayo de 2015

SÍNDROME NEUROLÍTICO TELEVISIVO

Estoy muy enfermo. Me soplo las narices y siento que una masa viscosa es arrancada desde las mismas raíces de mis sesos. Qué alivio es abrir el pañuelo y ver que es verde o roja, no gris. Me preocuparía si así fuera. Precisamente, ese es uno de los síntomas terminales de mi enfermedad: catarros grises. No cualquier gris, sino gris cerebral.
            ¡Y todo por la caja boba! El mundo entero la ve. Pero ocurre que hay cerebros que se derriten al entrar en contacto con las emanaciones Q-14. Muy pocas personas pueden captar dichas emanaciones televisivas. Obsérvese que he dicho emanaciones, no radiaciones.
            Este síndrome, provocado por un gene recesivo, se debe a una hipersensibilización de la corteza cerebral, que permite procesar las emanaciones mencionadas y la consiguiente formación del infraplasma. Esta última sustancia convierte la masa encefálica sólida en un gel, que termina por escurrirse, gracias al proceso osmótico, a través de las cavernas acondicionadoras del aire usadas en la respiración. Las emanaciones de la caja embobizante, a una de cada diez mil personas, le transforma el cerebro en catarro, en moco. ¡Qué suerte! Tenía que ser una de esas diez mil personas.
            Ahora. Con la vida que he llevado no morir de SIDA, cirrosis o un infarto es un prodigio. Morir de algo que le da a una de cada diez mil personas, también es un milagro.
            Me percaté que algo raro me ocurría cuando no pude curarme de una exagerada dolencia, un resfriado caracterizado por los ríos de moco que se escurrían por mi labio superior. En lluvia como en soleado, la gripe no daba ninguna muestra de mejoría; todo lo contrario, se agravaba.
Vinieron los exámenes médicos, las consabidas pruebas antialérgicas, los días en la sala de observación, muchas cápsulas, inyecciones, muestras de sangre, orina y por supuesto, de moco.
Luego de una serie de análisis un especialista, de esos que están suscritos a muchas revistas médicas y que sí sacan tiempo para leerlas, me refirió al famoso Centro Internacional de Investigaciones Neurológicas.
            Allí, casi un mes después de mi hospitalización, diagnosticaron mi mal: Síndrome Neurolítico por Emanaciones Catódicas (S.N.E.C.). También me explicaron lo irreversible del mal, pero que podía controlarse sometiéndome a un régimen inflexible de medicamentos, dieta libre de colesterol, mucho ejercicio físico al aire libre y, sobre todo, alejamiento total de la fuente de las perniciosas emanaciones; me recomendaron que dedicara tiempo a leer y a conversar con amigos y familiares.

            Allí también les expliqué a los doctores lo absurdo que era pretender que un hombre de este siglo, viviera sin ver televisión. Soy un hombre moderno y asumo las consecuencias. Morir de algo que le da a una de cada diez mil personas es un gran honor. Me consuela saber que me convertiré en mártir.

domingo, 17 de mayo de 2015

EL SUDOR DE ZELINA

Supe de Zelina  la  noche del desierto. Cuando no pudo escapar la gacela. Mis ojos se reflejaron en su cabello y su mirada acarició mis dientes y desató al espacio las papilas y nacieron musgos sobre las fauces y los helechos azules cubrieron mis uñas.

            Zelina abrazó mi cuello y el sudor cubrió mi ombligo y nació un mar habitado por algas de sodio y las tortugas cantaron al mediodía y bebí sediento de esa agua de sales, líquido fértil y alimento de margaritas.
            Así percibí la poesía de sus venas. La danza de su tórax. La música de su encéfalo. Y de la poesía escapó el murciélago y la danza sosegó al dragón y la música derribó el muro. Entonces la conocí. Por eso hablo de ella
            Zelina nunca llama a las puertas. Se mantiene alejada y busca su destino entre los tulipanes. Sus amantes en vano esperan. Para gozar su piel debo abrir los ojos al alba, estirar los músculos y desnudo caminar hasta el jardín y cosechar hipocampos y correr tras los claveles.
            Así es Zelina. Escapa de quien sentado en el sofá anhela un beso de las hadas. Ella no cree en labios prometidos sin mordisquear cristales, sin beber de la hiel eterna. Ella sabe del rosal donde los dedos besan espinas y la sangre tiñe la flor.
            El hogar de Zelina es un castillo con muros de vientos, techos de olas y ventanas de abismos. No hay ataduras, cepos o grilletes. Sólo alfombras de apretados tejidos y extendidas hasta el espectro y abrazadas con el horizonte.
            Sólo torrentes donde Zelina y su mejor compañera, la de alas ligeras y ancha nariz, humedecen sus falanges con fluidos de seda y ámbar. Sólo muebles de calcio arrebujados con terciopelos de luna y algodones de fuego.
Es un hogar de muchos rincones. Allí la bebé de ojuelos llorosos y zapatitos de estaño pasea extraviada entre tapias ocres. Hay una esquina donde los pasos son libres, en otra se respira soledad. Una estancia donde los vegetales se quedaron sin dominios.
            Zelina la mujer, la singular, la generosa. La que sajó con sus muelas el cordón de sus crías y luego con mano inflexible las alejó del pezón. Desde el columpio las ve jugar sobre el césped: Correr, tropezar, caer, levantarse, sacudir la tierra de sus rodillas, seguir retozando. Zelina ríe sin dejar de columpiarse.
            Pienso en el sudor de Zelina, líquido fértil y alimento de margaritas. Lo pienso en la hora que los alacranes se resbalan por mis vellos erizados. En el minuto que el salitre alimenta el calvario de mi piel. En el segundo que el sol liba el tuétano de mis huesos. Pienso en su sudor y proclamo: ¡Resistir! Que el dolor no es perpetuo y donde termina la vereda, Zelina y sus labios carnosos aguardan a quienes nunca se rindieron.
            Pienso en Zelina y vislumbro su cintura labrada en marfil, su cabello de cristales, su mirada de cilantros. Pienso en su sudor y vislumbro la fuente oceánica, el canto de quelonios, el bosque florido de sargazos. Zelina y el sudor. Una flor y un día a la vez.

            El sudor, el de Zelina, agua hechizada, lavó mis ojos de las costras perennes y empapó las manos que robaron las alas de Cupido y obligaron al querubín a caminar sobre la tierra. Nunca imaginé tal fluido nigromante. Conozco a Zelina y por eso la pienso y hablo de ella. Conozco a Zelina y al beber de sus poros, ya no me importa tanto el desierto.