Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 27 de marzo de 2016

GIGANTE

           
          Las sobrevivientes del Reino Yoredh nos advirtieron sobre él. Nos contaron de sus crueldades: de cómo periódicamente las cazaba una a una, hasta que contar las bajas llegó a ser parte de la rutina diaria; de cómo anegó sus fortalezas subterráneas echando a perder las provisiones; de cómo alineaba los cuerpos heridos en los caminos para que sus gritos atormentasen a las caminantes; de cómo al amputarles sus antenas, enloquecidas, terminaban combatiendo entre ellas.
            El final del Reino Yoredh fue espectacular. El gigante inundó sus ciudadelas con aceite negro y tapó sus entradas con un polvo que, a una orden suya, se convirtió en destellos de luz y calor. Ese día el aire se espesó con colores y olores que yo esperaba nunca más volver a percibir.
            Las vecinas, las del Reino Yoredh, las pocas que pudieron sobrevivir, ahora caminan atolondradas, idas, llenas de malos recuerdos; sus pieles aún exhalan ese olor pesado, el de los destellos. Y lo peor, deambulan sin reina. Ya no son súbditas, ahora son obreras y guerreras sin reino que construir o defender.
            Luego de acabar con las vecinas, el gigante dirigió sus maldades hacia nosotras.
            La primera vez que lo vi, no me impresionó; había visto a otros muchos más grandes, pero me llamó la atención las risas de cristales que producía cuando aniquilaba a mis conciudadanas. Lo bueno era que sus pantalones cortos permitían hincarle las mandíbulas en las pantorrillas.
            Con el correr del tiempo, la historia de Yoredh también fue la nuestra. El temor se infiltró en las paredes del reino, y cada vez que se escuchaban sus pisadas en el prado, la angustia rasgaba nuestras entrañas. Incluso, las de la Reina. Sufrimos sus crueldades: nos cazaba una a una, hasta que contar las bajas llegó a ser parte de la rutina diaria; anegó nuestros fortines echando a perder las provisiones; alineó en las vías de acceso al reino los cuerpos heridos de sus víctimas, nuestras hermanas, para que sus gritos atormentasen a las transeúntes; nos amputaba las antenas, y enloquecidas, terminábamos combatiendo entre nosotras.
          La historia de Yoredh también fue la nuestra. Ahora sólo nos queda esperar el final, y que el olor a aceite y a ese polvo mágico, convierta el reino en destellos de luz y calor.

domingo, 13 de marzo de 2016

TREINTA Y SIETE

Treinta y siete veces lo has intentado, otras tantas has fracasado. Por lo menos nadie te puede acusar de que te rindes fácilmente, de que eres poco pertinaz, de que tu espíritu se quiebra con la memoria del dolor. Nadie puede tirarte en cara algo que suene a antónimo de terquedad.
Tres docenas más uno de intentos. Si tan sólo pudieras explicarte y dar razones. Quizás si comunicaras mejor tus motivos y los pensamientos que hay detrás de ellos, quizás tendrías seguidores, gente que te aplaudiera y reforzara tus intenciones. Pero bien sabemos que lo tuyo no es eso de la comunicación. Y precisamente allí está el dilema.
No somos islas. Todos estamos de una u otra forma relacionados. Hasta mi camisa es una manera de entrar en contacto con el trabajo de un montón de mujeres atadas a una máquina de coser allá en Tailandia. Pero lo tuyo no es la comunicación. Comienzas muy bien, hasta encandilas como fuego artificial; de repente explotas y luego sólo queda el silencio. Hasta allí tu comunicación. Tú estás consciente de eso. Por eso admiro tu decisión de intentarlo una vez más.
Mañana te vestirás de saco y corbata, te acompañará tu testigo, te pondrás de pie frente al juez de paz y ella estará a tu lado, prometerás cuidarla en las buenas y en las malas y al final escucharás, nuevamente, al magistrado decir: “Los declaro marido y mujer”.

domingo, 6 de marzo de 2016

LA FLOR DE SEPTIEMBRE

                       
El día del granizo perdí el néctar de la Flor de Septiembre y gané los cardos tejidos por el desierto. Su corola, desencantada por la música de mi clarinete, marchó con su color rumbo al horizonte y dejó tras de sí mariposas azules disueltas en la arena. Un clavo saca otro clavo, una espina saca otra espina pero ninguna zarza de aserrín saca una puya de acero.
            Pésimos caminos recorrí con la ausencia tomada de mi mano y una lechuza de plomo picoteó los filos de mis cejas. Al nadar en su riachuelo y secar mi piel con su estrella, jamás pensé que ella podría olvidar mi eufonía.
            Desde el arco iris hasta el tucán. Desde la rosa hasta el jazmín. Desde la piña hasta el níspero. Todos me son grises, fétidos, amargos. Inhalo arena y polvo de mariposas. Exhalo sequedad y el dolor de los bronquios. La Flor de Septiembre se transplantó a otro jardín, su nuevo perfume jamás conocerá la tez de mi olfato.
           Mordida por orugas la dermis de mi vientre refleja las oscuridades. La seguridad del suelo pudo más que la libertad del viento. Ganó el jardinero y perdió el clarinete. El batir de alas cayó en el hueco de la distancia. La Flor de Septiembre estaba lista, yo no y ella, la Flor, no pudo esperar.