Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

sábado, 28 de septiembre de 2013

PARA BIEN O PARA MAL



            Sientes que han transcurrido varios años desde que cerraste los ojos. Tus ánimos regados por el suelo, entierran sus pequeñas uñas en la alfombra, como buscando fuerzas en el polvo. Decidir entrar al baño te cuesta un mundo, pero tu olor te empuja a hacerlo.
            Hoy la recamara te parece más grande que nunca.
            Con el agua, el cerebro se te refresca y empieza a funcionar. Un poco, por lo menos. Lo que te extraña es que pareciera que hoy amanecieron de otro color, los azulejos del baño.
            Lo primero que recuerdas es el rostro de Lera. Sin tener a donde ir, a cambio de techo y comida fungías como mucamo de tu propia hermana. Tal situación era buena.
            Lera estaba por casarse y se mudaría, dejándote el apartamento. Ya con un hueco propio, la mitad de tus problemas se resolvían. La situación no era tan mala. Pero.
            Un día de lavado, Lera te vio olfateando una sedosa pieza de ropa íntima; te preguntó que hacías y le contestaste que te gustaba el olor a detergente y suavizador. Desde entonces Lera estuvo más atenta y se percató de otros incidentes parecidos.     La situación comenzó a cambiar.
            Otro día, buscando periódicos viejos en el armario, Lera encontró una "Play-boy" con un panty suyo manchado con algo viscoso y blancuzco. La situación explotó.
            El reclamo que Lera te hizo fue de lo más violento y desagradable. Ella incluso te golpeó varias veces y en la cara; tú, por suerte, únicamente le prometiste a gritos que la próxima mujer que te tocara el rostro, se rifaba la vida. Lera a esa amenaza te contestó con otra: el muerto serías tú, sí tan sólo volvías a pensar otra cochinada que la involucrara a ella. Tuviste que mudarte.
            A medida de que el fresco líquido te recorre el cuerpo, tu mente se aclara. Aún así, no puedes reconocer el olor del jabón que usas.
            Te acordaste de que pese a todo, te invitaron a la boda. Parecía que tu hermana siempre te iba a dejar el apartamento. No ibas a ser el mejor vestido ni el más acogido en la ceremonia, pero la intimidad que obtendrías en tu nueva posesión, bien costaba la simulación.
            Más agua, más claridad. Recuerdas que anoche fue la fiesta. Explotabas de felicidad, después de todo tú quieres a tu hermana. Mucho. Bebiste, bailaste, bebiste, comiste, bebiste, conversaste, bebiste, cantaste, bebiste y bebiste.
            Sacaste a Lera a bailar un vals imaginario. Ella por un momento olvidó la muralla entre ambos y también bailó contigo. Después de todo, todavía eran hermanos. En tu ímpetu, acercaste más a tu pareja y apretándole una nalga le dijiste:
            -No imaginas lo feliz que estoy, mamacita-.
            Sigues bañándote. Disfrutas de las caricias del agua. Tomas una esponja que no recuerdas haber comprado y te restriegas firmemente tu anatomía, comenzando por el rostro, luego el pecho y lo que podías alcanzar de tu espalda. Pusiste mucha espuma en tus genitales y los frotaste. Igual hiciste con tus muslos, pantorrillas y cada uno de los dedos de tus pies. Tu mente se aclara.
            Lera se veía feliz. Tu cuñado es un hombre maduro que encontró una mujer de temple, con la cual andar el mismo camino. Ya se habían prometido amor eterno y Lera cumplía su palabra. La familia entera era fiel a las promesas hechas. Ya lo decía papá:
            -Para bien o para mal, palabra dada, palabra cumplida-.  
            Dejas el agua caminar tonificantemente sobre tu piel. ¡Que alivio a los efectos de la borrachera! Un chorro de agua sobre la cara alivia tu malestar, mientras por tu mente pasan los acontecimientos de anoche: la ceremonia, la fiesta, la bebida, el vals, la estrujada...
            El chorro de agua fresca logró hacerte recordar nítidamente lo ocurrido. Después de la estrujada de nalga vino la bofetada. Recordaste que a Lera tú le hiciste una advertencia. También te acuerdas de la amenaza de ella. Ahora si te quedó claro, totalmente claro, como un vaso de cristal recién fregado, el significado de las palabras de tu padre. Tú le apretaste el trasero a tu hermana y no tuviste tiempo. Ahora no te queda más que cerrar y apretar los ojos, para que no se te desborden las imágenes de la noche anterior.

sábado, 21 de septiembre de 2013

MAILENA CHERIGO

         

Mal día

Mi madre nunca dijo nada. Pero yo lo presentía, aunque sin comprender del todo. Durante los últimos años, o sea, mi vida entera, me lo estuvo dando a entender. Siempre repitiendo su refrán: "La mata de ortiga jamás dará rosas". Extrañas palabras, en especial si las decía al final de un regaño.

            Mi madre tenía cada cosa. Nunca me dejó hacer oficios. Cuando niñita, si yo tomaba la escoba de pencas y la pasaba por el piso terroso de la casa, ella me la quitaba y mirando el techo de paja decía:
            -¡Ay Mailena, si no sabes ni lo intentes!-.
            Nunca me enseñó a barrer, trapear, coser o cocinar. Daba por hecho que yo dominaba algún oficio secreto del cual me valdría oportunamente. Entre las dos las funciones estaban claras. Los oficios de la casa eran lo suyo; lo mío escucharla y pensar que yo no trabajaba en casa por el mucho cariño que ella, mi madre, me tenía.
            Salvo por algunas cartas y las muchas maldiciones de mi madre, no conocí a mi padre. Por el remitente del correo supe que residía en otro pueblito, un poco más grande que la aldea donde vivíamos nosotras. Nunca me invitó, nunca lo visité.
            Por las imprecaciones de mi madre supe que la echó de ese villorrio, cargando conmigo en su vientre, algunos trapos en un cartucho y la promesa de ayuda monetaria; unos centavos que siempre llegaron tarde. Las maldiciones de mi madre causaron en mí toda clase de emociones: asombro, dolor, miedo y hasta risa. Por último, el tema de mi padre provocaba en mí una gran indiferencia, por eso dejé de enviarle las cartas que raramente contestaba.
            Mi padre fue maldecido en nombre del monstruo, la bestia y el falso profeta. Con él, todos los machos. Además de evitarme los oficios y maldecir a mi padre, la vida de mi madre se reducía a lavar y planchar para la calle, hacer tamales por encargo, ver telenovelas en casa de la vecina y alejarme de cualquier presencia masculina. ¡Qué lío cuando en cuarto grado tuve maestro y no maestra!
            Por mi parte, fuera de no hacer nada en casa y escuchar las maldiciones, me dedicaba dizque a estudiar y probar lo prohibido...a escondidas. Mi madre se pasaba el día maldiciendo a mi padre, o sea, hablando de hombres; tanto, que terminó por intrigarme.
            Apenas tenía 14 años cuando a mi pregunta "¿por qué mi madre odia a los hombres?" un tío, el hermano más joven de mi madre, me contestó:
            -Bueno, tendrás que probar uno para saberlo-.
            La primera vez fue muy dolorosa. Él era muy grande y yo muy chica. Las siguientes veces no; al parecer el ganó destreza y yo me llené de ganas. Así fue hasta que nos descubrieron...fue otro tío, el hermano mayor de mi madre...yo pensé que sí podía con uno...pronto fui la preferida de todos los tíos...y los primos...y los vecinos...que fácil era conseguir favores así y lo que comenzó como una gran curiosidad, terminó siendo un corrido de atardeceres polvorientos allá en la cañada.
            Aunque no cesaron las maldiciones, la vida se le hizo menos trajinada a mi madre. Hice que mis tíos, los hermanos menor y mayor de mi madre, construyeran un pequeño corral, lo llenaron de gallinas y que ellos mismos las alimentaran. Nunca hubo carne de gallina tan cara y tan solicitada. Creo que por eso mi madre aún me quitaba la escoba de las manos y me decía:
            -Anda, Mailena, anda a cuidar tus gallinas-.
            Nunca sospeché que las benditas gallinas me traerían problemas. Justo cuando estaba por cumplir los 17, cuando las gallinas se encontraban más gordas, estalló la bomba; las verdades y las exageraciones salieron a relucir. Las uñas de tías, primas y vecinas, casi me deshilachan. Me salvó mi tío, el hermano menor de mi madre; me embarcó rumbo a la poca conocida ciudad capital. Allá en mi pueblo, Cerritos Grandes, quedaron las gallinas, mi madre y las maldiciones. Mis tíos, primos y vecinos prometieron visitarme.
            Tuve que marcharme sin esclarecer algo que no me atreví a preguntarle a mi madre. Mis presentimientos infantiles e incomprensibles, se hicieron evidentes. Que yo sepa, durante el tiempo que cuidé de las gallinas, a pesar de que jamás hice algo al respecto, la regla nunca me falló; es más, por eso reventó el asunto: un primo prometió a otro que él sería quien me preñaría y al fallar, las burlas del otro no se hicieron esperar. Tampoco la riña.
            Lo demás es historia. Ya en la capital, los primeros días pasé las de Caín; si desayunaba, no cenaba; si me bañaba con jabón, me lavaba los dientes sin pasta de dientes.
            Llegué con unos cuantos centavos, algunos trapos y la dirección de una pensión del mercado público. Allá fue a visitarme mi tío, el hermano mayor de mi madre. Esta vez le cobré en efectivo y sin hablar de las gallinas. Gracias a él, me enteré que mi nombre pasó de ser motivo de escándalo a digno de lástima. Mi esterilidad era obvia, no así las causas. También me dijo que a pesar de mi compromiso de ayudarla económicamente, mi madre ahora maldecía el nombre de mi padre y el mío. Cuando le tocaban a ella el tema, el de mi esterilidad, sólo sonreía, con esa sonrisa suya tan opaca, lejana. Dijo mi tío que él, para dejar clara las cosas, no fuera que yo me hubiese marchado embarazada, emboscó, esquinó y enfrentó a mi madre. Ella después de muchos rodeos, gritos y lamentos, le contestó:
            -Ay vete tranquilo, siempre supe que ella tenía la sangre malvada de su padre, lo vi en sus ojos cuando nació, solo piensan en sexo; y para mi maldición nació mujer. Ya me veía de abuela, criando un chorro de nietos, mientras ella zorreaba en cualquier hueco. Pero tranquilo que muy a tiempo me aseguré que esa ortiga no diera rosas-
            No pude evitar que le heredara su maldad, lo vi en sus ojos cuando nació, pero muy a tiempo me aseguré que con ella, muriese la mala sangre. No habría nietos.
            Me engañó de la forma más cruel. Aquí venía con su camión, a comprar las legumbres que sembraba mi padre. Me vio y se encaprichó conmigo. No es por nada, pero yo era una muchacha bastante agraciada, tierna y...tonta. Me bajó el cielo y las estrellas y en uno de sus viajes me convenció de que huyera con él y que fuera su mujer. Mi papá casi se muere de la rabia y hasta me desheredó. Repartió en vida las huertas entre mis hermanos y a mí me dejó por fuera. Cuando regresé, apenas si me dio este rincón que me sirve para dormir y esconder mis penas.
            Al echarme de su casa y del pueblo, el muy canalla me quiso dar a entender que el asunto no funcionó, pues me quedé corta. Según sus palabras, él era un buen ejemplo de tenacidad y trabajo para la comunidad. Me dijo que empezó con un kiosco donde vendía desde galletas, carne y cepillos de dientes, hasta cerveza y lotería clandestina. Con el constante gotear de sudor, creció en espacio y clientela hasta convertirse en un comisariato. Luego compró el camioncito y comenzaron los viajes hasta Cerritos Grandes. Me conoció y dice que honestamente pensó que yo era la mujer adecuada. Pero me quedé corta, pues no tenía espíritu para los negocios; todo por que me embaracé cuando aún no estaba consolidada la empresa...
            ¡Cuento!. Yo no sabía nada de como vienen los niños al mundo, así que embarazarme no fue idea mía. Y a él le molestó tener hijos de una cholita con la cual no pensaba tener nada en serio, si no ¿por qué reconoció el niño de la hija de la señora de la pensión y hasta se casó con ella? ¿Por qué era blanquita y fula?  Anduvo con las dos a la vez y cuando le tocó decidir se fue con la de los ojos claritos y a mí me dijo que me había llevado de empleada, no de esposa.
            Él fue mi primera ilusión, mejor dicho, la única. Desde niña siempre esperé un príncipe que me rescatara de la vida del campo, yo no quería repetir a mi madre y abuela. Parir y trabajar. En esos tiempos en Cerritos Grandes, sólo había primaria y mi padre me envió de mala gana; la mayoría de mis compañeras se juntaron con algún hombre antes de llegar a sexto grado. Yo fui una de las pocas que terminó y quería seguir estudiando, salir de Cerritos Grandes y conocer otras cosas, pero como no se podía...fue entonces cuando apareció él. Parecía un sueño del que me desperté de la peor manera.
            Como lo detesto. Por eso cuando Mailena nació me fijé mucho en ella. La vi muy bien y me di cuenta de cuanto se parecía a su padre. No tenía alternativa, debía terminar con esa raza de malvados; fue fácil... ¡y hay gente que no cree en los curanderos!
            Por ser tan laborioso, yo consideraba justo tener cierto tipo de esparcimiento; alguna actividad relajante que me alejara de las tensiones del negocio. De joven, mi pasatiempo eran las cholitas de los campos cercanos; pero eso se complica con el matrimonio y más cuando uno se convierte en pilar de la comunidad. Pero con suficiente dinero, puedo viajar y guardar las apariencias. Además, ya no tengo ni gracia ni labia para enamorarlas, así que me conformo con algo más fácil, seguro y libre de complicaciones.
            Por eso jamás pensé en este resultado. Nunca creí que el destino jugaría conmigo de esta forma tan oscura.
            La noche del último viernes de cada mes, me siento en mi burdel preferido, de espalda a la pared y esquivando las luces de neón; pido un cóctel de mariscos y una botella de ginebra con sus respectivas gotas, y espero.
            En casa queda mi esposa, las estampas de los santos pegadas en la pared y mi hijo mayor. Nunca lo he visto con una mujer. Sus hermanas ya se casaron y él nada. No me gusta para nada el dejo que tiene al hablar y menos el brillo que veo en sus ojos cuando llegan los camioneros a entregar mercancía.
            Anoche no tenía ningún apuro, bebía con calma mientras observaba las mismas viejas con sus cueros siempre colgando. De madrugada y cuando ya estaba bastante bebido, en medio de aquella curtiembre, apareció en la tarima desnudándose al son de la música, una muchacha que... ¡diablos!...tenía todo lo necesario para acelerarme el pulso y quitarme la borrachera. A pesar de ser blanca, tenía facciones de cholita, de esas que tanto me gustan. Se quitaba una pieza de ropa, la arrojaba y esta demoraba una eternidad en tocar suelo. Tuve que apurarme en pagarle a un mesero para que me la enviara a la mesa. ¡Qué suerte! Tenía asegurada una noche deliciosa. Me costó un dineral pero fue fascinante.
            Esta mañana, sentado en la cama y aún extasiado, veía y acariciaba su cuerpo desnudo; pretendía entablar una larga conversación con ella. Nunca imaginé que todas esas cosas se podían hacer. Como buen hombre de negocios, necesitaba garantizar los servicios de alguien tan profesional. Elegí, sin conocer ni sospechar nada, la táctica paternal para obtener el monopolio de esa muchacha. Quería evitar cualquier riesgo, enfermedad o competidor. Intentando ser meloso le hablé de mi familia, de que tenía hijos con más o menos su edad. Ella me contestó que entonces yo debía estar un poquito viejo. Le dije que un poco, no mucho, pero que anoche con todo y los años la puse a sudar. Le hablaba así, mientras acercaba mi lengua a sus senos. Ella, envolviendo mi cara con sus manos, la separó de su pecho y me dijo que no fuera travieso. Le pregunté su dirección y me dijo que vivía en una pensión del mercado. También le pregunté su verdadero nombre, pues sospechaba que el que me había dado no era verdadero, me contestó que la dirección y el apodo bastaban para localizarla. Yo, queriendo hacer algún tipo de compromiso personal, insistí no solo en su nombre, sino el de su madre, su padre, incluso que deseaba saber de donde venía, porque obviamente no era capitalina. Ella para despacharme rápido y que dejara de sobarle las nalgas, me contestó todas mis preguntas; una por una.
            Jamás pensé en este resultado. Nunca creí que el destino jugaría conmigo de esta forma tan oscura. Si las respuestas que me dio fueron verdaderas, no pude enterarme de peor forma, de quien era ella

viernes, 13 de septiembre de 2013

AMOR A PRIMERA BIRRA

Motivos grises

La cerveza estaba caliente, así que tomé dos relucientes vasos de mi vajilla fina, dos bien fregados frascos de mayonesa con todo y etiqueta, los llené con cubitos de hielo y luego con el espumante líquido dorado. Bebimos. Ella habló, yo escuché.
También recordé. Nos conocimos en el lugar más adecuado, una cantina; en la fecha más propicia, los carnavales. Empatamos tan bien que nos encuartelamos en mi casa. Allí vivimos una borrachera hasta el Domingo de Resurrección. Ni siquiera perdonamos el Viernes Santo. Entre la cerveza y el coger se nos escaparon ligeros el entierro de la sardina, la cuaresma y nuestras vacaciones. Ella comenzó el semestre regular en la universidad. Yo regresé a mi trabajo en una agencia de guardias de seguridad.
Al principio iba a buscarla y pronto se me hizo evidente que eso le molestaba. Luego comenzaron las discusiones por las causas más tontas; algo pasaba. Podré ser cualquier cosa, pero no idiota, así que la invité a conversar sobre nuestra relación. Ella habló, yo escuché.
Fue una retahíla como de media hora: que si ella era una universitaria y yo no, que mi ordinariez extrema, que mi descuido en el aseo de la casa, que mi apatía en cosas de salud, que sí este santo, que sí aquella virgen; al final confesó cuanto se perturbó el día que fui a buscarla y la seguí al interior del baño de damas. Por esa razón rompía conmigo. Terminó la cerveza, me entregó el frasco con un gesto que decía “¿Vez?” Y se marchó con sus trastos.

Nunca dijo toda la verdad. Nunca me dijo que a pesar del placer y la cerveza que gozaba en privado conmigo, en público su estómago se llenaba de sobresaltos. Nunca me dijo que al ir a buscarla, su cara palidecía frente a sus amigos universitarios. Nunca me dijo que no podía confesar que cuando hacíamos el amor, mis enormes tetas aplastaban sus pequeños senos.

domingo, 8 de septiembre de 2013

LOS MOTIVOS DE CASTEL

Motivos grises

Sin armas ni recursos ni alternativas, salvo aquella mirada insulsa repleta de tonterías. Así era yo cuando estaba frente a ella. Nunca pude dominar tal situación.
            La conocí en la discoteca del hotel con nombre de santo, donde, por lo general, se escucha mucho merengue. Cualquiera diría que en medio de esa música tan agitada no hay espacio para el romance. Todo lo contrario, no sólo la sangre sube de temperatura, también las hormonas y lo que comienza siendo un ejercicio aeróbico termina siendo el desaforado ritual canino. Por las ansias, buscar donde fue una labor tormentosa; tanto que al desvestirme, el mero roce de la ropa casi me hace culminar anticipadamente. Por suerte no fue así y pude cumplir. Siguieron otras veces, siempre llenas de esfinges y misterios; de silencios como respuesta. Otras veces que eran locos retos de forma y lugar. Creo que la vez más salvaje fue en un ascensor entre la planta baja y el décimo piso.
            Pero. Desde el día que la conocí, un gusano comenzó a reptar sobre la mucosa de mis entrañas. Esa discoteca, la del hotel con nombre de santo, no se caracterizaba precisamente por el buen nombre de sus asistentes, sino por el contrario, por lo terrible de la fama de sus acciones. Sólo este hecho me puso a la defensiva. Una defensa endeble, pero defensa al fin.
            Ella nunca respondía claramente a mi inquietud. Hablarle sobre el tema era navegar en mares plagados de tintoreras. Con un no sé o un quizás, dejaba laceradas las piernas de mi alma, frustrando así, cualquier posible huida. Eso me lastimaba.
            Cuando le preguntaba, sus besos quemaban con pasión mi boca mientras sus manos colmaban de ternura mis cabellos; aún así, jamás dio una respuesta directa a una pregunta directa. Únicamente callaba y sus ojos desilusionados, me condenaban. Nunca tuve una respuesta definitiva, nunca calme mi inquietud, nunca supe si de verdad me quería, si yo significaba algo más que un momento para ella. Le era tan fácil salir a bailar con otro en la discoteca; sólo me decía "ahora vengo" y se introducía en la pista de baile. El día que la conocí ¿a quién le diría "ahora vengo"?
            ¿A quién? ¿A quién? Decía que a nadie, pero el tono de su voz no me convencía. Si le hubiese creído me habría evitado el dolor. Esos miserables celos, clavaban sus colmillos de víbora en las carnes de mi vientre hasta lograr convulsionarme. En su ausencia, pensar las infinitas posibilidades de lugares donde podría encontrarse me provocaba las más graves fiebres y nauseas; más al pensar, en las infinitas posibilidades de aventuras con otros tipos que podía tener. Pero nada me enfermaba tanto como hacerme la siguiente pregunta: ¿Y si yo era una aventura?
            Vivía entre ausencias dolorosas, intensos encuentros eróticos y largas discusiones. No soportaba las nubes de humo que la rodeaban; su pasado, presente y futuro, despertaban única y absolutamente dudas en mi persona. ¿Estaría yo incluido en sus planes? A pesar del ardor y la pasión nada indicaba que así sería. No soportaba tanta incertidumbre. ¿Qué le costaba darme algo de seguridad?
            Por eso, para evitar el dolor agudo de mi vientre y alejar los colmillos de víbora, decidí realizar la mejor defensa, atacar y terminar con esta absurda situación. Después de muchos rodeos temerosos, me convencí de que debía no sólo eliminarla de mi vida sino de la vida. Me faltaba el valor para hacerlo yo mismo pero no me atrevía a contratar a alguien. ¿Y si por mala suerte contrata a uno de sus negados amantes?
            Yo tendría que hacerlo. Muchas horas de planes y decisiones se alternaron con angustias y arrepentimientos. Pero las discusiones y los ataques de celos se hicieron demasiado abundantes, como para no hacerlo. Su asesinato finalmente tomo forma en mi mente: un cuchillo clavado en su pecho en la misma discoteca donde la conocí. Tal vez en el baño o en la misma pista, no sé, pero sí después de que me dijera "ahora vengo".

            Con paciencia aguardé la noche adecuada, la noche donde no hubo discusiones. Bailamos, comimos, bebimos, hubo besos, caricias y a la mitad de una íntima conversación, un tipo vino a sacarla a bailar y ella aceptó. Largos minutos duró la espera. Una furia sorda colmó mi espíritu, una furia que guiaría mi mano hasta su pecho. Al rato, ella regresó a la penumbra de nuestra mesa; regresó, me dio un gran beso y me dijo al oído: "Ves que siempre regreso a tus brazos". Saqué el cuchillo, mi corazón y pulmones triscaban bestialmente, un sudor frió pobló la piel de mi cara; pronto sentí el efecto de su persona sobre la mía y posando mis ojos sobre ella, con aquella mirada insulsa repleta de tonterías, solté el cuchillo sobre la alfombra y dejé que me besara.