Motivos grises
La
cerveza estaba caliente, así que tomé dos relucientes vasos de mi vajilla fina,
dos bien fregados frascos de mayonesa con todo y etiqueta, los llené con
cubitos de hielo y luego con el espumante líquido dorado. Bebimos. Ella habló,
yo escuché.
También recordé. Nos conocimos en el
lugar más adecuado, una cantina; en la fecha más propicia, los carnavales.
Empatamos tan bien que nos encuartelamos en mi casa. Allí vivimos una
borrachera hasta el Domingo de Resurrección. Ni siquiera perdonamos el Viernes
Santo. Entre la cerveza y el coger se nos escaparon ligeros el entierro de la
sardina, la cuaresma y nuestras vacaciones. Ella comenzó el semestre regular en
la universidad. Yo regresé a mi trabajo en una agencia de guardias de
seguridad.
Al principio iba a buscarla y pronto se
me hizo evidente que eso le molestaba. Luego comenzaron las discusiones por las
causas más tontas; algo pasaba. Podré ser cualquier cosa, pero no idiota, así
que la invité a conversar sobre nuestra relación. Ella habló, yo escuché.
Fue una retahíla como de media hora: que
si ella era una universitaria y yo no, que mi ordinariez extrema, que mi
descuido en el aseo de la casa, que mi apatía en cosas de salud, que sí este
santo, que sí aquella virgen; al final confesó cuanto se perturbó el día que
fui a buscarla y la seguí al interior del baño de damas. Por esa razón rompía
conmigo. Terminó la cerveza, me entregó el frasco con un gesto que decía “¿Vez?” Y se marchó con sus trastos.
Nunca dijo toda la verdad. Nunca me dijo
que a pesar del placer y la cerveza que gozaba en privado conmigo, en público
su estómago se llenaba de sobresaltos. Nunca me dijo que al ir a buscarla, su
cara palidecía frente a sus amigos universitarios. Nunca me dijo que no podía
confesar que cuando hacíamos el amor, mis enormes tetas aplastaban sus pequeños
senos.
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