VÉRTIGO
Cuando
desperté estaba cayendo. Lo que yo suponía un mal sueño, resultó ser la más
grave de las realidades, la más impune, la
inexplicable.
A
pesar de no divisar aún el suelo, sentía su rápida aproximación; el viento
hacía vibrar mis orejas, provocando un zumbido que servía de aburrido fondo. La
sensación del vacío parecía plegarse y formar pólipos en mis intestinos;
presentía que la nada me lamía la piel.
¿Por
qué? ¿Por qué estoy cayendo? ¿Acaso el aire no es únicamente para el batir de
alas? ¿Acaso yo tengo alas?
El
pánico me hizo vomitar un grito en cámara lenta y tercera dimensión. Un grito
contrastante con el zumbido de mis orejas; era como un solista policolor
acompañado por un coro monotonal. El vértigo de la caída me pareció una ola que
viajaba desde las uñas de mis pies hasta la curva de mis rizos, enredándose de
paso en las paredes de mi estómago. Tantos años sobreviviendo y ahora
sobremuero mi fin.
Luego
de sumergirme en un banco de nubarrones, la náusea me atormentó menos. Sentí el
rocío fresco envolviendo mis sienes y alejando de ellas el malestar.
Mi
abuelo gustaba de caminar bajo la lluvia, alzar la cara y que las gotas después
de estrellarse caminaran por el mapa de sus mejillas. Los placeres del abuelo
eran los disgustos de la abuela: que si la ropa mojada, que si un resfriado,
que si la pulmonía, que si el hospital, que si el cementerio. Al final la
abuela tuvo razón, el viejo murió de pleuresía a los noventa años.
Aún
no acabo de comprender el por qué de este viaje acelerado, del vértigo
tormentoso, de la máxima inseguridad. No sé el por qué, mucho menos cómo
inició. Sólo sé que ahora se divisa el suelo, el final futuro, más cerca de lo
deseado.
La
abuela sobrevivió nueve años a la muerte de su consorte. Nueve años de
periódicas y puntuales citas médicas, nueve años de píldoras e inyecciones,
nueve años donde nunca una gota de lluvia tocó algún punto de su cuerpo. Fueron
nueve años extrañando la sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro del
abuelo, mientras ella con una toalla lo secaba.
El
suelo a pesar de su significado y probablemente por su lejanía, se me antojaba
como un inmenso óleo. Muchos tonos de verdes y chocolates competían por llamar
mi atención; en el horizonte, ahora nuevo, los azules bordeaban el blanco de
las nubes que parecían colosos con sus brazos alzados en plegaria. El sol
llenaba de rayas blancas el croquis del cielo y de manchas negras las espaldas
de las colinas.
Descubrí
que al balancearme con ritmo, convertía en música el zumbido de mis orejas.
Pude desenredar las náuseas de mi estómago, luego las digerí.
De
niño, junto a mi abuelo tuve la más grande de mis aventuras: un viaje en velero
hasta isla Contadora. Inolvidable la danza del yate sobre el mar, los delfines
saltando a estribor y la ensalada hecha con la sierra pescada en el ombligo de
la tarde. Lo recuerdo parado en la proa, cortando el viento con su nariz,
extendiendo los brazos y gritando:
-Vuela hijo, vuela-.
¡Qué
tipo era mi abuelo!
Todavía
recuerdo las gotas caminando despacito por sus mejillas, su sonrisa satisfecha
empapando la toalla de la abuela; incluso me acuerdo de su grito en el yate.
Convencido
de lo inevitable de mi encuentro con el suelo y aún así, sin ninguna
desesperación, lancé un grito armónico con la nueva música de mis orejas, abrí
los brazos y dejé libre mi pecho para el impacto, abrí los brazos y mis dedos
rebanaron como queso el aire, abrí los brazos y grité:
-abuelooo-.
Abrí
los brazos lo más que pude, abrí los brazos y estos... ....emplumaron.
¡Una
brizna de hierba apenas rozó mi abdomen!