El jefe de la manada
De niño,
en las veredas de mi jardín, la lujuria y el delito jamás dejaron huellas. Sus
pasos quizás eran, quizás, retumbos antiguos, nunca hierro y piedra. Allá sólo
había orquídeas, mangos y un sabio cocotero; el compañero de las parejas que
estrellaban contra la tierra los inútiles reparos.
Tuvieron que aparecer las sotanas
para que el pecado recalara en mi vergel. Yo no lo conocía, un cura me lo
presentó el día que prohibió el centelleo de pieles. ¡Adiós susurros en el
palmar! Y ya no hubo parejas, sino machos, hembras y lechos plenos de obligaciones.
El día que llegó la virtud eclesial a mi antiguo patio de colores, los
sacerdotes celebraron con cincuenta y nueve misas y ochenta y tres procesiones.
Al arribo del policía, la parcela de
los mangos pasó de rincón de chiquillos a tugurio de infractores. El tolete
policiaco, cual vara nigromante, convirtió la cosecha de la fruta en delito.
Él, el policía, me enseñó a robar. El día que llegó el orden policial a mi
campo en flor, los policías celebraron con cuarenta redadas y setenta y tres
operativos.
Con el abogado la cosa no fue mejor.
Un edicto reglamentario logró que la sencillez pariera embrollos. Él, el
abogado, interpuso un papel entre cónyuges, hermanos y vecinos, y aprendí una
nueva palabra: demanda, y olvidé una vieja palabra: convivencia. El día que
llegó la tramitación legal a mi prado de aromas, los abogados celebraron con
noventa y seis procesos y veintiuna diligencias fiscales.
Derribaron muchos árboles para
fabricar tanto cartón consumido en los letreros de prohibido, tanto barrote
usado en las cárceles y tanto papel de resoluciones judiciales. Y un buen día
las figuras llenas de censuras, al ritmo de un sermón, transformaron el huerto
de palmas y orquídeas en llamas, humo, ceniza. A veces me cuesta recordar como
eran los Dendrobios.
En mi infancia, delito y lujuria
eran voces desconocidas. Curas, policías y abogados me las enseñaron. El día
del incendio tuve que despedirme de vivir con la piel expuesta a las falanges
de la brisa, de las orquídeas, de los mangos y del más sabio cocotero. En
nombre de la virtud, la ley y el orden aún inhalo ceniza de flores. Pero
aprendí a cubrirme con un sayal.
El jardín ya no fue mío. Era del hambre de
las carabelas y de las codicias de la caña. Era de ellos, de los que me
hablaron de lujuria y delito, y así fue hasta
que la huerta parió una palabra jamás antes pronunciada. No sé como, entre
tanta esterilidad, germinó ese roce de sílabas, pero creció hasta ser espiga de
mazos.
Sotanas, toletes y edictos cerraron
sus oídos y aún así la palabra brilló, caminó, encontró, amó y engendró
chiquillos vivarachos y sedientos de inmortalidades. Y los sordos por vocación
que usurparon miel y polen, ya nunca más reinaron.
Una palabra jamás antes pronunciada
los echó de la huerta.