Gato arbóreo
Pasaba
el Maestro por la vía de la Consolación. Allí Jericó el ciego acostumbraba
pedir limosnas. Obviamente, cualquier paseo del Maestro provocaba algarabía o
por lo menos un intenso susurro de voces y pasos. Eran muchos sus seguidores.
El rumor provocó que Jericó preguntara que ocurría. Le respondieron que el
Maestro transitaba por la vecindad y el ciego abandonó sus pocos trastos y las
pocas monedas cosechadas del bolsillo de los piadosos y gritó: ¡Maestro!
¡Maestro! ¡Líbrame de la amargura!
Jericó
vociferaba e intentaba acercarse al Maestro. Los discípulos le bloqueaban el
paso y hasta pretendían callarlo; uno incluso le cubrió la boca con la mano,
mano a la cual Jericó le hincó los dientes con mucha fuerza. El grito de ay del
atrevido fue suficiente para llamar la atención del mentor. Después de escuchar
las explicaciones pertinentes, el Maestro preguntó a Jericó: ¿Y cómo puedo
librarte de la amargura? Enséñame a ver, contestó el limosnero.
El
Maestro sopesó por un instante la petición del ciego, sonrió y aceptó
complacerlo. Quieres ver, entonces verás. Aleja de tu corazón los espejismos y
las sombras huirán de tus ojos. Dicho y hecho. No bien Jericó había cumplido
las indicaciones cuando la luz inundó sus pupilas.
Y Jericó vio. Vio el rostro compasivo del Maestro. Vio las caras
sonrientes de los discípulos. Vio sus propias manos y la mano mordida del
atrevido que intentó callarlo. Vio las frentes sudorosas y trabajadoras. Vio
los ojos colmados de fe de los testigos del milagro. Pero también vio miradas
repletas de envidia. Vio cuellos estirados. Vio rostros llenos de desprecio que
parecían preguntarse el por qué el maestro lo complació. Vio recogerse las
manos que antes se extendían atiborradas de monedas. Y Jericó vio tantas cosas
que sólo pudo preguntar: ¿Y si me arrepiento? El Maestro no le contestó.
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