Supe de Zelina la noche del desierto. Cuando no
pudo escapar la gacela. Mis ojos se reflejaron en su cabello y su mirada
acarició mis dientes y desató al espacio las papilas y nacieron musgos sobre las fauces y los helechos azules cubrieron mis
uñas.
Zelina
abrazó mi cuello y el sudor cubrió mi ombligo y nació un mar habitado por algas
de sodio y las tortugas cantaron al mediodía y bebí sediento de esa agua de
sales, líquido fértil y alimento de margaritas.
Así
percibí la poesía de sus venas. La danza de su tórax. La música de su encéfalo.
Y de la poesía escapó el murciélago y la danza sosegó al dragón y la música
derribó el muro. Entonces la conocí. Por eso hablo de ella
Zelina
nunca llama a las puertas. Se mantiene alejada y busca su destino entre los
tulipanes. Sus amantes en vano esperan. Para gozar su piel debo abrir los ojos
al alba, estirar los músculos y desnudo caminar hasta el jardín y cosechar
hipocampos y correr tras los claveles.
Así es
Zelina. Escapa de quien sentado en el sofá anhela un beso de las hadas. Ella no
cree en labios prometidos sin mordisquear cristales, sin beber de la hiel
eterna. Ella sabe del rosal donde los dedos besan espinas y la sangre tiñe la
flor.
El
hogar de Zelina es un castillo con muros de vientos, techos de olas y ventanas
de abismos. No hay ataduras, cepos o grilletes. Sólo alfombras de apretados
tejidos y extendidas hasta el espectro y abrazadas con el horizonte.
Sólo
torrentes donde Zelina y su mejor compañera, la de alas ligeras y ancha nariz,
humedecen sus falanges con fluidos de seda y ámbar. Sólo muebles de calcio
arrebujados con terciopelos de luna y algodones de fuego.
Es un
hogar de muchos rincones. Allí la bebé de ojuelos llorosos y zapatitos de
estaño pasea extraviada entre tapias ocres. Hay una esquina donde los pasos son
libres, en otra se respira soledad. Una estancia donde los vegetales se
quedaron sin dominios.
Zelina
la mujer, la singular, la generosa. La que sajó con sus muelas el cordón de sus
crías y luego con mano inflexible las alejó del pezón. Desde el columpio las ve
jugar sobre el césped: Correr, tropezar, caer, levantarse, sacudir la tierra de
sus rodillas, seguir retozando. Zelina ríe sin dejar de columpiarse.
Pienso
en el sudor de Zelina, líquido fértil y alimento de margaritas. Lo pienso en la
hora que los alacranes se resbalan por mis vellos erizados. En el minuto que el
salitre alimenta el calvario de mi piel. En el segundo que el sol liba el
tuétano de mis huesos. Pienso en su sudor y proclamo: ¡Resistir! Que el dolor
no es perpetuo y donde termina la vereda, Zelina y sus labios carnosos aguardan
a quienes nunca se rindieron.
Pienso
en Zelina y vislumbro su cintura labrada en marfil, su cabello de cristales, su
mirada de cilantros. Pienso en su sudor y vislumbro la fuente oceánica, el
canto de quelonios, el bosque florido de sargazos. Zelina y el sudor. Una flor
y un día a la vez.
El
sudor, el de Zelina, agua hechizada, lavó mis ojos de las costras perennes y
empapó las manos que robaron las alas de Cupido y obligaron al querubín a
caminar sobre la tierra. Nunca imaginé tal fluido nigromante. Conozco a Zelina
y por eso la pienso y hablo de ella. Conozco a Zelina y al beber de sus poros,
ya no me importa tanto el desierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario