LA CARTA
T.
Rogers es un tipo de agradables modales y permanente sonrisa. En la escuela
siempre dijeron que llegaría muy lejos pues era de los más inteligentes y
creativos de la clase; posiblemente el número uno. Su ingenio era agudo y capaz
de inventar lo imposible, su memoria competía con las mejores cámaras
fotográficas, su elocuencia lo transformaba en un persuasivo hablador. Todas
estas cualidades lo habían llevado a recorrer el país de frontera a frontera,
instalarse en los más caros hoteles y relacionarse con grandes personalidades.
También conocer muchas cárceles y a los más reconocidos criminales. T. Rogers
era un estafador dedicado a vivir del esfuerzo pulmonar de sus congéneres.
Cuanto
se regodeaba de sus geniales ocurrencias, como la vez que vendió un pozo
séptico asegurando que se encontraba bajo un hoyo de la capa de ozono y un
efecto de ello era que el agua sucia se convertía en petróleo grado A, por no
estar añejado; o cuando se le descompuso el auto a una doña: la convenció que
empujara el carro mientras él, sentado tras el timón, lo arrancaba; bonita cara
de la señora al verlo alejarse manejando. Pero acabado de salir de chirona y
desplatado, no podía acostarse en sus laureles. Era urgente buscar una víctima.
Ya tenía más o menos elegido a un viejo solitario de la bajada de El Llano.
Vivía en una casucha de bloques repellados con moho negro y techo oxidado; en
el patio la hierba casi cubría los restos de un carro; gracias a una ventana
observó que en caso de incendio los muebles no darían mucho calor. Durante el
tiempo que lo vigiló, el viejo siempre vistió con saco y corbata.
Se
acercó a la casa a la hora en que se encontraba el viejo. Después de las respectivas
presentaciones y de otros preliminares, estuvieron conversando sobre el clima,
la inflación en Uganda, el arte egipcio practicado por los mayas y por último,
sobre el auto en el patio. Resultó ser un regalo de la hija del viejo antes de
marcharse del país. El anciano acostumbraba sentarse dentro del auto y pasarse
horas allí.
Al
timador le basto oír en donde se encontraba la niña para armar su artimaña; le
contó al viejo que por razones de negocios, constantemente tenía que viajar
hacia ese punto.
Basándose
en la fisonomía del viejo, hizo una descripción de su retoño. Habló, habló
hasta el cansancio y concluir que en uno
de esos viajes, él conoció a la muchacha y que ella le dio una carta con la
esperanza de que hallase al desaparecido anciano. Según él, la hija perdió la
dirección del padre. Volvió el arrugado hombre a hablar del auto y de las horas
que pasaba en él sentado, hasta aquel suceso. Al investigarlo, lo único que
pudo recabar fue que años atrás encontraron un hombre muerto dentro del auto,
supuestamente un vago. Rogers siguió hablando hasta el mareo y convencer al
viejo de que le diera dinero para el taxi e ir a buscar la carta. El viejo
accedió y le dio el costo de viajar en taxi ida y vuelta, de una punta a otra
de la ciudad. Con la plata en la mano, se dirigió a una abarrotería cercana
donde compró hojas, un sobre y un bolígrafo, todo por treinta y cinco centavos.
En el mostrador redactó una carta:
"Querido
papá...espero te encuentres bien...perdóname no haberte escrito antes... para
compensarte te envió una estufa, una lavadora y un refrigerador...debes pagar
el flete y los impuestos aduaneros...te quiero..."
Calculando
el tiempo prudente, regresó a la casucha mientras pensaba:
-Saco
y corbata es igual a dinero.
Al
entregarle la carta, Rogers siguió hablando hasta agotar pero el viejo no le
escuchaba; leía atentamente la carta, masticando cada letra antes de tragarla.
La expresión del viejo se transformaba a
medida que avanzaba en la lectura. Una enorme sonrisa parecía borrar las grietas
del pergamino de su cara.
-Ya
puedo ir, ya puedo ir...
Decía el viejo en su alegría. Rogers
conocedor del contenido de la carta, se arriesgó a cometer un desliz al
comentarle al viejo lo del flete. Aún así el anciano continuaba saltando y
cantando. Rogers sintió mala espina y creyó haber provocado la locura en el
viejo.
-Ya
puedo ir-cantaba el viejo con voz de aria y brincaba como párvulo en recreo
escolar.
Enojándose
T. Rogers, le dijo firmemente al viejo de que se trataba la carta y de que no
era que la bendita hija lo mandaba a buscar.
-Mi
hija ¿buscarme?
Primero
apareció en su rostro una leve sonrisa que creció hasta convertirse en una
lluvia de cristalinas carcajadas, era tan contagiosa que hasta Rogers quedó
riendo.
-Pero
¿de que me estoy riendo?
Tomó
al viejo y lo sentó en una destartalada
silla y lanzó un discurso sobre el problema de la lectura comprensiva y
su incidencia en el aprendizaje. Inverosímil que alguien con tantos años de
edad, cuya conversación demostraba que se trataba de una persona culta,
confundiera así la interpretación de una simple carta. Nuevamente le explicó lo
del flete y la aduana, reiterándole que no se trataba de una petición de su
hija para que fuera a vivir con ella.
-No
entiendes hijo, ya me puedo ir...
-Viejo
loco. La carta es para que pague los fletes.
Nuevamente
el discurso y la explicación, y esta vez estuvo a punto de confesarle el
fraude. Pero no...Primero descubierto que confesar.
-Viejo
loco, esa carta no es un boleto de avión...
-No
entiendes hijo, ya me puedo ir...ya no tengo que regresar a esta casa...ya
tengo mi carta...alguien se acordó de mí... al fin alguien me escribió una
carta...
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