Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 9 de noviembre de 2014

ESTO NO ES UN POEMA, ES UN DILEMA CON LA VIDA

Los años pasan y ya no tengo tres, cuando dice mi madre que le dije: “Tío Pipo pum, pum”-y de verdad que los gringos lo llenaron de pum, pum-. Tampoco cinco, cuando con abuela le rezaba al ángel de la guarda-recuerdo la vez que comiendo porotos, con la cuchara, me saque un diente-. Mucho menos siete, cuando la maestra Zenaida me sonaba con la regla y después me consolaba-¡qué planes más largos copiaba en el tablero!-.
            Los años pasan y ya no tengo ocho, cuando Torrijos repartía juguetes el día del niño
-una vez con todo y bolsita me perdí en el Revolución-. Tampoco nueve cuando dejé de usar pantalones cortos para ir a la escuela-aún así como me revolcaba cada recreo en el patio-. Mucho menos diez, cuando la maestra Phillips, para calmar mi temor al año escolar, me decía: “Mijito, un año pasa muy rápido”-con la maestra Fulvia, el ser más temido de la escuela República de Guatemala, un solo día parecía la eternidad-.
            Los años pasan y ya no tengo doce, cuando la maestra Babacaris me dijo: “Lo que haces con las manos lo destruyes con los pies”-aún guardo la foto donde mi mirada triste auguraba lo cierto de sus palabras-. Tampoco trece, cuando Astroboy y Ultraman eran los héroes de la televisión y el señor Palacios el de la vida real-él nos llevaba en su gigantesco camión desde la escuela hasta la casa-. Mucho menos catorce, cuando Chespirito nos enseñaba natación-bastante bien conocí el fondo de la piscina Patria-.
            Los años pasan y ya no tengo diecisiete, cuando el acné inundaba mi rostro-y Morales le gritaba a Milán: “¿Acaso quieres un banquillo de corbata?”-. Tampoco dieciocho, cuando corrí al Fénix a estrenar mi cédula-la vaina fue rápida pero agradable-. Mucho menos veinte, cuando Cipriano me gritaba: “David, llegar a viejo es una enfermedad”-una vez me largo de la iglesia y debí hacerle caso-.
            Los años pasan y ya no tengo veintiuno, cuando vilma llegó a mi vida-vil matraca, un chevi chevelle lleno de malas mañas-. Tampoco veinticinco, cuando el año internacional de la juventud pasó y me sentí viejo y conocí a From y su arte de amar-también descubrí lo peligroso de atropellar un carro-. Mucho menos veintiséis, cuando nunca encontré los palos cuadrados del Valle de Antón-pero hallé la rosada ternura y el básquetbol-.
            Los años pasan y ya no tengo veintinueve, cuando se fue abuela y los gringos llegaron
-gracias a los hummers se fueron Demetrio y Manuel y un montón más-. Tampoco treinta, cuando me gradué de biología y terminé enseñando religión-y las cosas del amor se toparon con la luz-. Mucho menos treinta y uno, cuando mi maestra y yo nos encontramos-y yo corrí y corrí y corrí... -.
            Los años pasan y ya no tengo treinta y dos, cuando el primer poemario fue premiado
-ninguno me puso más pechón-. Tampoco tengo treinta y cuatro, cuando las soledades parieron dolores y risas y angustias y serenidades-regresé a los predios donde antes importunaba ha ser importunado-. Mucho menos treinta y cinco, cuando encontré el perfume de la flor de septiembre-y volví a correr y correr y correr-.
     Los años pasan y ya no tengo treinta y nueve, cuando el rocío se secó en mi piel y se evaporó para siempre-los demonios me atacaron y me sembraron de incertidumbres-. Tampoco tengo cuarenta y dos, cuando la aurora sufrió el ocaso y un alecrín floreció en medio del incendio-comprendí que un día puede encerrar los mejores y peores tiempos-. Mucho menos cuarenta y tres, cuando trece soles parieron tinta-al fin me tomaron en cuenta para una feria del libro-.
     ¡Qué vaina! Ya no tengo cuarenta y cuatro años, cuando descubrí la ruta del maíz y el gallo pinto de Sandra y las playas donde nace el fruto de las ostras y que la poesía, sino es para volar, es un gasto inútil de palabras. Sí pues sí. La confianza es posible. También la amistad, pura y espontánea, de los encuentros casuales de un viaje en autobús.
            Los años siempre pasan y ya no tengo ni cuatro ni treinta y ocho. Ya tengo cuarenta y cinco. Y ellos, los años, me atropellan como diablo rojo a peatón ingenuo-esos buseros del carajo-O en el mejor de los casos, me hacen la del taxi en noche de quincena, que me abandona en la calle y bajo la lluvia y  encima me grita: ¡Pa Juan Díaz no voy!-después se preguntan por qué es que los matan-
            ¡Así es! Ya tengo cuarenta y cinco y todavía recuerdo el sabor de mi primer trago de seco. Tenía diecisiete años y fue una borrachera de parque celebrando mi graduación de secundaria (un par de meses antes  de la entrega de los diplomas). Llegué todo enlodado a la casa. Es que me dio por bailar en el césped, hasta que patiné y... ¡allá va esa vaina!
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que el acné no importa después de los treintas y que mi boca hasta hoy ha fustigado el aire con muchas tonterías.
Supongo que pronto haré más silencios y menos bulla-y nunca más derramaré cerveza sobre un vestido negro, menos si ella lo lleva puesto-.
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que las llantas de mi cintura tienden a la permanencia y que es difícil oír con la boca llena de palabras. Supongo que pronto seré más tolerante-¡Por vinagre que lo seré, siempre que no me carbreen con ahuevazones!-.
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que los lentes ya no son adorno sino necesidad y que hasta ahora me preocupo mucho por pagar las deudas. Supongo que pronto no haré de eso un problema-quien coño los mandó a prestarme-.
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que no tengo precio y por eso o me regalo o me dejo robar o me niego. Supongo que me gustará más compartir con los amigos. ¡Ah... Y con las amigas!-no se vayan a emputar las feministas y me condenen a la eterna asexualidad-.
     Y pasan los años. Y a veces me marean. Y a veces los mareo. Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que hay que elegir entre las canas y la química, entre derramar bilis o las lágrimas de la risa. Supongo que pronto asustaré menos a mis estudiantes del Pinate-recordaré las veces que en la dirección del Remón Coni me preguntaba: “¿Tú aquí de nuevo?”.
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que la marca olímpica de los cien metros sólo podré hacerla gateando desde un ranchito de El Volcán hasta la parada de buses y después de la séptima cerveza. Supongo que pronto haré más ejercicio-ja, ja, ni yo mismo me lo creo-.
            Y pasan los años y comprendo algunas cosas. Por ejemplo que me hago muchos líos y me lleno de problemas imaginarios y que quizás deba ver menos noticias y dar más noticias.
Supongo que pronto dejaré de discutir tanta pendejada-no me quiero excusar, pero para discutir conmigo se necesita otro pendejo-.
            Y pasan los años y ya empiezo a comprender algunas cosas. Por ejemplo que puedo mirar atrás sin avergonzarme y que cuento menos mis canas y más los días de lluvia que no caen sobre mi fosa. Creo que muy pronto tenderé mis telarañas al viento y esperaré atrapar algo más que moscas y polvo. Supongo que pronto le diré a mi soledad: “Hoy permíteme construir un puente”. Estoy sospechando que el problema no es el permiso de construcción, sino que conozco muy poco de ingeniería.
     Y por cosas que el dolor, el tiempo y el amor enseñan, he comprendido que ellos, los años, no regresan, así que es mejor decirles adiós. Que el tiempo que paso pensando en los aplausos es tiempo que le quito a la poesía. Que cada hora de amargura es una hora menos de nobleza. Que fustigar los minutos con tonterías es arrebatarles su derecho al silencio.
            Amores. Sonrisas. Triunfos. Lágrimas. Fracasos. Se marchan. Sólo queda la memoria. Y ojalá algo más que el respirar. Resignado a morir olvidado, enfermo y pobre, ya comienzo a convencerme que todo lo vivido es ganancia. Y que en este juego hay que arriesgarse. No los riesgos de siempre: Ir a huelga sin rajarme, manejar una bicicleta sin frenos, comer los potajes que yo mismo cocino, hacer un paseo al río con cuarenta recipientes de hormonas sexuales, renegar de los gringos o del gobierno de turno-nada de eso nunca me ha costado-. No, esos riesgos no. He de arriesgarme en algo verdadero y totalmente peligroso: Algo como espantar a los murciélagos y vivir sin excusas.
     Ahora viejo y pellejo entiendo lo que un día Meregilda, mi sensei de karate, me dijo en un entierro: “Flaco...”-en esos tiempos yo no tenía panza-“Flaco... al final lo importante es si fuiste o no, feliz.”. También entiendo lo que Sandra, mi primera noviecita en el colegio, me quiso explicar: “Ojalá y podamos volar juntos”. Estoy empezando a suponer que me condené a imitar a Tántalo, ¿o fue a Sísifo?
            Así fue que comprendí  algunas cosas. Hoy ya tengo cuarenta y cinco años. Pronto tendré cincuenta. Los demonios aún me visitan y también muchos ángeles. Sufrí el Getsemani y el Gólgota. También gocé el Edén y el Tabor. Tanto discurso amoral y resulta que, en el fondo, siempre he sido fiel a la ética de la aurora. Solamente he sido yo mismo.
            Y ya tengo cuarenta y cinco años. Parece que todavía no aprendo a dejarme querer. Pero Ariel dice que soy buen profesor y creo que estoy aprendiendo a escribir. Me parece que aprendí de Babot a nunca negociar la libertad.
            Ya tengo cuarenta y cinco años. Y a pesar de los ayunos, mi panza sigue…allí. Pero aún me río muy fuerte. Claro, con el tesoro de amigos que tengo. ¡No hay gastritis que me impida seguir bebiendo cerveza con ellos!
            Tengo cuarenta y cinco años. Quiero más a mis hermanas y hasta hablo cordialmente con mi padre. Y antes que asesinaran a mi madre aprendí a darle consejos. Por supuesto ella siempre hizo lo que le dio la gana.
            Cuarenta y cinco años. Pronto cincuenta. Quince de escritor. Diecinueve de profesor. Y entiendo que la vida es lo que es y que las cosas pasan y punto. Que lo importante es lo que se decide que es importante. Y que nada más nos queda gritarnos a los oídos: “Está prohibido rendirse”.
            Ya no quiero ser líder sino creador. Ya no busco el amor sino amar. Y ya no me preocupa la ausencia de elogios sino necesitarlos. Y este poema, digo, dilema, tendrá su punto final. Y también mi vida. Por suerte, espero, no sea al mismo tiempo. Y me iré sin adioses y mis cenizas reposarán en la pata de algún limonero del patio-fueron muchos años peleando contra el que dirán para que después de muerto me importe-.
            Y me asombro al pensar que cualquiera de estas mañanas despierto con cincuenta años encima. Veinte años no son nada. Cuarenta y cinco tampoco. Aún huelo los mangos caídos al suelo, después de una noche de lluvia, en el patio de mi abuela Rosilia; también, los enormes pocillos de té negro de mi abuela Victoria.
            Me imagino el tiempo esfumándose y a pesar de la tristeza, de los demonios y la ira y gracias a que entendí que lo que importa, importa y lo que no importa, no importa, he decidido invertir en un nuevo negocio: ¡Mandar al carajo a los demonios!

            Descubrí que hay que perder un montón de batallas para ganar la guerra. Eso lo aprendí de Peggy. Y por eso, hoy en la tarde me voy a permitir que mis cuarenta y cinco años con sus horas y meses y sus minutos y sus angustias y sobre todo, su caminar pastoso, me acaricien, con mucha ternura, mi enorme barriga.

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