CANTATA DE GORDA Y
MURCIÉLAGO
Hoy
he decidido que sea 29 de febrero. Recuerdo que el 29 de febrero del año pasado
la pasé muy bien. Sí, en efecto, así fue. También
he decidido que sea miércoles. Supongo que el ombligo semanal me ayudará a
soportar mejor este peso en el cardias, el de esta gorda sentada sobre la boca
de mi estómago, el que no me permite hacer bien la digestión.
Basta
que me acueste o hasta que me siente, para que la obesa, se acomode sobre mí.
Creo que ya debo oler a estiércol, porque encima me hecha cada flatulencia.
Son
las 19:31. Es una bonita mañana.
Ayer,
por unos minutos, pude zafarme de la gorda que me impide hacer bien la
digestión; es que fui al mercado público y una piedrera me pidió un cuara.
Trate de ser discreto, pero aproveché la ocasión. Claro que yo no necesito
regresar, ese problema ya lo tengo resuelto, hace mucho tiempo.
Aunque
he decidido que hoy sea miércoles, el aire me sabe a domingo. Debe ser una
evocación. Una memoria traída por usar a la piedrera. Cuando niño en la misa me
dedicaba a observar mujeres. Las miraba a ellas y su aparentar de ángeles y
santas. A las mayores por sus velos cubriendo misterios. A las más jóvenes por
sus rostros de poco maquillaje. Me gustaba imaginar las curvas bajo esos trajes
poco insinuantes, sin importar si se trataba de un seno caído o una nalga
firme. Me gustaba darle alas a la invención y sentir en mi paladar el sabor a
sudor. Dejé de ir a misa. Ahora me basta con cerrar los ojos o mirar al cielo
raso.
Pese
que estoy tomando decisiones en forma clara y sin titubeos, hoy el olfato se me
ha despertado confundido. Siento olores a jamón, confeti y cera de vela. Quiere
decir que debemos estar en agosto. Ya mis oídos adivinan el sonido de la patria
y de nuevo el olor a jamón; o ¿Será que adivino la música de una murga y el
olor a incienso? No sé. Creo que ya no me puedo guiar por el olfato para saber
en que época del año estamos. Esa gorda debe estar involucrada en esta pérdida
de agudeza de mi tan preciado sentido. Hace días o semanas, no estoy seguro, no
recibo visitas y por cuestión de justicia, no visito a nadie. Quizás el olor a
flato sea insoportable y por más jabón, desodorante y perfume que use, no lo
puedo disimular. Hoy desperté comprensivo, así que, en nombre de los que no me
visitan y no me invitan, voy aceptarme esa disculpa.
Tener
estas particularidades, como una gorda oprimiendo con su peso mi cardias, es
cosa de familia. Mi hermano mayor también tiene lo suyo. Él en vez de un
corazón que bombea sangre, tiene un murciélago que la succiona. Antes que se me olvide. El sentido del tacto
de mi hermano es muy singular. Que yo sepa, una almohada es suave, hasta puede
ser tierna; pero sólo muy dormido se le puede confundir con una mujer. En la
piel de una mujer, según lo escuchado alguna vez, se puede sentir el sabor a
sudor ajeno, en una almohada, no. Él, mi hermano, sin estar dormido y si el
murciélago se lo permite, puede sentir el sabor a sudor ajeno sobre la funda de
una almohada.
Ya
se me olvido que tenía que decirles.
¡Ah!
Mi hermano duerme solo. Bueno, casi siempre. Me contó, hace mucho tiempo, que a
veces los sueños le acompañan, pero que basta con un cambio en el ritmo de su
respirar, para que se fuguen. Basta que el murciélago que habita en su tórax
roce sus pulmones, para que éstos se le agiten. Entonces los sueños se van, lo
abandonan huyendo del terrible batir de alas peludas.
De
verdad, él tiene un murciélago volando dentro de su pecho, nadie le cree. Yo
sí.
Cuando
va al médico, el doctor siempre se enoja. Dice el galeno que su corazón tiene
una magnífica salud que lo de él, no es más que una extraordinaria necedad. Que
difícil se le hace a mi hermano explicar que cuando el miserable quiróptero
bate las alas, agita sus pulmones, espanta sus sueños, arruga su ceño y
sospecho, deja su boca con un aliento terrible. Algo parecido al olor a caca de
mi gorda.
¿Cómo
pudo crecer ese bicho dentro de él? ¿Cómo pudo esa gorda acomodarse sobre mi
cardias? No sé, supongo que fue cosa de
los años, las costumbres y esas ganas de comer en nuestros platos sin
interrupciones. En la secundaria, siempre nos mantuvimos alejados de los
muchachos, mucho más de las muchachas; nunca jugamos pelota, jamás piropeamos
chicas, él siempre sentía el roce del murciélago en sus entrañas. Yo, el olor
de mi gorda. Desde entonces, al eructar él, siente como el pelo asqueroso se
mezcla con la comida; al sentarme yo, me ahogan el peso y los gases de mi
gorda.
Una
vez en el bachillerato, a mi hermano, la sensación de pelos rozando su lengua,
le provocó vomitar; al explicarle la razón a nuestro padre, este revisó
minuciosamente la devolución y al no encontrar nada parecido a un pelo, lo
castigó por una semana. Yo no confesé ni insinúe nada sobre mi gorda. Eso
molestó a mi hermano y desde entonces, su murciélago y mi gorda, viven sin
verse ni tolerarse.
Pero
seguimos siendo hermanos.
Nosotros,
él gracias al murciélago, yo a la gorda, hemos recorrido una vida entera sin
molestarnos en pensar el por qué nuestros labios inferiores, al acostarnos, no
tienen otra compañía que la de nuestros labios superiores.
Los
dos aprendimos la innecesidad de ir a misa.
Por
el murciélago, él sin estar dormido, sin usar mucho la imaginación y sin la
compañía de los sueños, confunde el olor de almohada con aroma a sudor de
mujer. Por la gorda, a mí me basta cerrar los ojos o mirar fijo al cielo raso.
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