Motivos grises
Sin armas ni recursos ni alternativas,
salvo aquella mirada insulsa repleta de tonterías. Así era yo cuando estaba
frente a ella. Nunca pude dominar tal situación.
La
conocí en la discoteca del hotel con nombre de santo, donde, por lo general, se
escucha mucho merengue. Cualquiera diría que en medio de esa música tan agitada
no hay espacio para el romance. Todo lo contrario, no sólo la sangre sube de
temperatura, también las hormonas y lo que comienza siendo un ejercicio
aeróbico termina siendo el desaforado ritual canino. Por las ansias, buscar
donde fue una labor tormentosa; tanto que al desvestirme, el mero roce de la
ropa casi me hace culminar anticipadamente. Por suerte no fue así y pude
cumplir. Siguieron otras veces, siempre llenas de esfinges y misterios; de
silencios como respuesta. Otras veces que eran locos retos de forma y lugar.
Creo que la vez más salvaje fue en un ascensor entre la planta baja y el décimo
piso.
Pero.
Desde el día que la conocí, un gusano comenzó a reptar sobre la mucosa de mis
entrañas. Esa discoteca, la del hotel con nombre de santo, no se caracterizaba
precisamente por el buen nombre de sus asistentes, sino por el contrario, por
lo terrible de la fama de sus acciones. Sólo este hecho me puso a la defensiva.
Una defensa endeble, pero defensa al fin.
Ella
nunca respondía claramente a mi inquietud. Hablarle sobre el tema era navegar
en mares plagados de tintoreras. Con un no sé o un quizás, dejaba laceradas las
piernas de mi alma, frustrando así, cualquier posible huida. Eso me lastimaba.
Cuando
le preguntaba, sus besos quemaban con pasión mi boca mientras sus manos
colmaban de ternura mis cabellos; aún así, jamás dio una respuesta directa a
una pregunta directa. Únicamente callaba y sus ojos desilusionados, me
condenaban. Nunca tuve una respuesta definitiva, nunca calme mi inquietud, nunca
supe si de verdad me quería, si yo significaba algo más que un momento para
ella. Le era tan fácil salir a bailar con otro en la discoteca; sólo me decía
"ahora vengo" y se introducía en la pista de baile. El día que la
conocí ¿a quién le diría "ahora vengo"?
¿A
quién? ¿A quién? Decía que a nadie, pero el tono de su voz no me convencía. Si
le hubiese creído me habría evitado el dolor. Esos miserables celos, clavaban
sus colmillos de víbora en las carnes de mi vientre hasta lograr
convulsionarme. En su ausencia, pensar las infinitas posibilidades de lugares
donde podría encontrarse me provocaba las más graves fiebres y nauseas; más al
pensar, en las infinitas posibilidades de aventuras con otros tipos que podía
tener. Pero nada me enfermaba tanto como hacerme la siguiente pregunta: ¿Y si
yo era una aventura?
Vivía
entre ausencias dolorosas, intensos encuentros eróticos y largas discusiones.
No soportaba las nubes de humo que la rodeaban; su pasado, presente y futuro,
despertaban única y absolutamente dudas en mi persona. ¿Estaría yo incluido en
sus planes? A pesar del ardor y la pasión nada indicaba que así sería. No
soportaba tanta incertidumbre. ¿Qué le costaba darme algo de seguridad?
Por
eso, para evitar el dolor agudo de mi vientre y alejar los colmillos de víbora,
decidí realizar la mejor defensa, atacar y terminar con esta absurda situación.
Después de muchos rodeos temerosos, me convencí de que debía no sólo eliminarla
de mi vida sino de la vida. Me faltaba el valor para hacerlo yo mismo pero no
me atrevía a contratar a alguien. ¿Y si por mala suerte contrata a uno de sus
negados amantes?
Yo
tendría que hacerlo. Muchas horas de planes y decisiones se alternaron con
angustias y arrepentimientos. Pero las discusiones y los ataques de celos se
hicieron demasiado abundantes, como para no hacerlo. Su asesinato finalmente
tomo forma en mi mente: un cuchillo clavado en su pecho en la misma discoteca
donde la conocí. Tal vez en el baño o en la misma pista, no sé, pero sí después
de que me dijera "ahora vengo".
Con
paciencia aguardé la noche adecuada, la noche donde no hubo discusiones.
Bailamos, comimos, bebimos, hubo besos, caricias y a la mitad de una íntima
conversación, un tipo vino a sacarla a bailar y ella aceptó. Largos minutos
duró la espera. Una furia sorda colmó mi espíritu, una furia que guiaría mi
mano hasta su pecho. Al rato, ella regresó a la penumbra de nuestra mesa;
regresó, me dio un gran beso y me dijo al oído: "Ves que siempre regreso a
tus brazos". Saqué el cuchillo, mi corazón y pulmones triscaban
bestialmente, un sudor frió pobló la piel de mi cara; pronto sentí el efecto de
su persona sobre la mía y posando mis ojos sobre ella, con aquella mirada
insulsa repleta de tonterías, solté el cuchillo sobre la alfombra y dejé que me
besara.
Esa trama hay que terminarla de leer hermano!
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