Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

sábado, 3 de agosto de 2013

TETRAHEDRO



El amor es un gato (2)

-¡Maldito hipócrita!
-Pero ¿por qué? Si yo no he hecho nada...
-¿Aún insistes en que eres inocente? ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Tú engañaste a mi niña!

  Corren los aires navideños y ya en los bolsillos se sienten los efectos de diciembre. Mientras las calles llenas de neones convierten las palabras "paz y amor" en meros anuncios comerciales, en una de esas casas de buena familia doña Terencia Isabel de Ochoa y Ochoa y Nicolás Caballero hacen caso omiso de los clichés de fin de año. Ella es una señora que siempre tiene presente que es una Ochoa y Ochoa. El Pérez de soltera cuenta poco. Es algo bajita, rechoncha y, a pesar del maquillaje y los grandes lentes, no puede ocultar su origen rural. Él es un joven profesional que gracias a sus habilidades diplomáticas casi ha logrado entrar a la rosca de la "High Society". Es de cuerpo atlético, trigueño y de fácil sonrisa, luce un corte de cabello que recuerda su signo zodiacal.
  Un problema grave, muy grave, que atañe a la salud del nombre de los Ochoa y Ochoa, los mantiene enfrascados en un arduo intercambio de fuertes palabras; parecen olvidar que la Noche de Paz está pronto por llegar.

-¡Estúpido, idiota; tú y tu lujuria han arruinado el futuro de mi niña!
-Señora, insisto en que no he hecho nada, soy inocente.
-Si eres inocente, ¿cómo es que mi niña espera un bebe?

En silencio, Nicolás recordó el día en que conoció a la niña de doña Terencia Isabel Ochoa y Ochoa, cuyo nombre es Isaté, un nombre muy "chic" para la versión moderna de los Ochoa y Ochoa. Fue en una de esas reuniones juveniles, donde los jóvenes se ponen máscaras y ocultan las diferencias de clase y color hasta el momento de terminar el encuentro.
Un amigo de ambos los presentó, ella le sonrió de manera tan especial que él quedo deslumbrado; no era la sonrisa en sí sino su forma. Isaté misma le ofreció la mano, y en lo que duró la famosa reunión para arriba y para abajo iban tomados de la mano. Al final de la excusa, él dándole su teléfono, esperó igual correspondencia, petición a la cual ella se negó, por supuesto, pero prometió llamarlo. Con un apretón y una sonrisa se despidieron.
-Honestamente, no entiendo nada, señora.
-Claro, que vas a entender, cerebro de pollo.
-Por favor, deje de insultarme ya.
-¿Insultos? no son insultos, es la pura verdad, pedazo de arrimado.

  Nuevamente se abstrajo y volvió la vista atrás, a su familia. Sus parientes nunca fueron adinerados pero tampoco se podría decir que eran indigentes. Eran buhoneros, comerciantes de la calle que vendían telas, hilos, adornos caseros y toda clase de chucherías; juguetes en navidad, tarjetas en el día de la madre, cohetes y baños para la suerte en año nuevo; hasta escapularios del último santo en fiesta. Sus estudios secundarios y gran parte de los universitarios los pagó vendiendo mercancía seca precisamente en fiestas patronales. Él era el primero de los suyos en recibir título universitario. Ahora era el licenciado Nicolás Caballero y no un simple arrimado.

-¿Arrimado? Sepa señora que no soy ningún arrimado, lo que soy lo he ganado quemándome las pestañas y con el esfuerzo de mis padres.
-Gran cosa, obtiene un titulacho de tinterillo y ya se cree que tiene a Dios en el bolsillo.
-Es posible que mi título no sea lo más grande del mundo, pero usted ni eso tiene; sólo tiene un apellido adquirido por matrimonio y pagado en la cama.
-¡Maldito perro! Ahora te atreves a insultarme; no sé que vio mi hija en ti.

  Esa pregunta también se la hacía Nicolás. A las semanas de aquella reunión, cuando ya todo parecía olvidado, Isaté le telefoneó y quedaron de acuerdo en encontrarse en un café. Ella, como siempre desbordaba belleza y ternura; él a su vez, seguía deslumbrado. Después de esa cita siguieron otras que comenzaron a hacerse más seguidas, logrando que el corazón de Nicolás se prendara totalmente de Isaté. Ella era hermosa, de ojos y cabellos café claros, con pómulos no tan pronunciados; delgada, pero con curvas de ángulo adecuado, elegante, de buen vestir; linda en verdad, a excepción de su costumbre de andar encorvada, y unos dientes encaramados que casi le tiran la cara al suelo.

-¿Qué vio en ti? ¿Qué fue lo que vio?
-Es posible que Isaté buscara algo de consuelo, pues no fui más que un pañuelo de lágrimas.

Triste realidad, todo era muy bonito para ser verdad. Por cosas del destino en una ocasión le restregaron en la cara la noticia de que el dueño de casa regresó a sus dominios y de que él, Nicolás Caballero, no era más que el otro.
¡Un mayordomo que cuidaba la hacienda, mientras el amo estaba lejos!
Ahora lo comprendía todo: el porqué la llamada fue después de tanto tiempo, porqué Isaté insistía en que él le confesara constantemente su amor, el porqué de su melancolía. Su novio la había abandonado y ella buscaba una aventura para consolarse.
-¿Pañuelo de lágrimas? Tú ni para limpión sirves. Pañuelo de lágrimas, ¡Ja!
-Usted sí sirve para muchas cosas, para muchas cosas.
-¿Cómo para qué? A ver dime.

  El tono de doña Terencia ya no era el mismo, ahora ni para limpión servía y hace poco tiempo, aparentemente, era todo lo contrario. Antes era Nicolás para aquí, Nicolás para allá. En los litigios legales el licenciado Nicolás Caballero era el caballito de batalla del clan Ochoa y Ochoa. Pero a él siempre le llamó la atención el modo que la señora le daba la mano para saludarlo, era una mano muerta, semejante a un pellejo, y lo más curioso era que arrugaba la cara, especialmente la nariz, tal cual oliese algo desagradable a su fino gusto adquirido.

-Usted es una hipócrita y sepa que su hija también lo es; hizo que me enamorara de ella para luego abandonarme. Ella me engañó; teniendo novio, logró hacerme creer que me quería.
-¿Cómo te atreves a decir que mi hija es una cualquiera?
 
  Isaté de ninguna manera era una cualquiera, una tonta sí, pero no una cualquiera. Aceptó a Felipe Bethancur por novio, sólo porque el consenso general lo consideraba un buen partido, aunque era grosero y egocéntrico. Sus relaciones eran tan buenas que ella lo llamaba a él por su apellido y no por su nombre de pila. Era ridículo verla tras él diciendo "te quiero, Bethancur".

-Yo he dicho que me engañó con ese tal Felipe.
-Pues para que sepas que ese tal Felipe es mejor que tú; sus padres son un matrimonio muy honorable.
-Eso de que si es mejor que yo, lo sabrá Dios; pero aquello de sus padres, permítame decirle que el honor no se transmite por los genes.

Después del desengaño y de las veces que tuvo que soportar que dejaran al aire y sin piel su herida, Nicolás decidió olvidar a Isaté y, como una mujer saca a otra mujer, buscó llenar el vacío con Carmenza, una compañera de trabajo que siempre demostró debilidad por él. Además, el roce que conllevaba laborar para los Ochoa y Ochoa le trajo muchos contactos que supo aprovechar muy bien.
Carmenza era preciosa, de ojos negros, dientes de color marfil y bien alineados, algo engreída, pero un encanto de cariño. Sin escuchar a la prudencia, Nicolás y Carmenza anunciaron su boda para una fecha muy próxima. Cual de los dos estaba más apurado: él de resarcirse o ella de atraparlo. Repartir las invitaciones, confeccionar los trajes y vestidos, estipular los contratos de servicios de comida y bebida, buscar el templo conveniente para la ceremonia y otros preparativos ya estaban en marcha; únicamente faltaba que se presentasen ante el altar.

-Dígame, señora ¿y usted qué quiere que yo haga?
-Que salves el nombre de los Ochoa y Ochoa.
-¿Qué?
-¡Salva a Isaté!
-Pero ese niño que está por venir no es mío. Jamás fui su amante.
-¿Tú no dices que la amas? Demuestra tu amor ahora...
Fue una rápida, discreta, sobria y muy sombría boda. Nicolás asintió como con malestar estomacal e Isaté lo hizo mecánicamente. Durante la recepción, los novios, sentados en un rincón, recibían muy adustos las aún más adustas felicitaciones de los pocos invitados. A Isaté le era más fácil sonreír y atenderlos; Nicolás difícilmente podía alzar la vista. Doña Terencia, como regalo a los tórtolos, les consiguió reservaciones en un lujoso hotel de las muy apartadas montañas.
Todo el largo viaje fue en silencio. Al llegar al hotel, luego de confirmar la reservación se dirigieron a la habitación; antes de entrar, a Isaté se le ocurrió que Nicolás tendría que cargarla en brazos; él, ni corto ni perezoso, la alzó y atravesó la puerta con ímpetu y vigor; posiblemente con demasiado ímpetu, pues casi desnuca a Isaté con el marco de la puerta. Ya en la alcoba, solos por primera vez, Nicolás un poco menos tenso, pensó que después de todo la cosa no era tan mala: Ahí estaba con la mujer que amaba, o por lo menos que amó un día. Isaté, por su parte, se mostraba tierna y cariñosa, convencida de que si no había conseguido el amor de su vida, por lo menos sí la seguridad suficiente que tanto necesitaba. Por lo menos había una buena atmósfera para la noche de bodas.
Isaté se cambió en el baño la ropa de viaje por un amplio y transparente camisón negro; metiéndose en la cama mientras apagaba las luces atrayendo con los brazos a Nicolás. Pero éste, firme, encendió las luces y, desnudando a Isaté, contempló aquella curva que empezaba a notarse en el blanco vientre de la que ahora era su mujer; la curva de la trampa en que había caído. Tras desnudarse, decidió penetrar a Isaté y, por lo menos simbólicamente, hacer suya aquella curvatura.
Pasó aquella noche y la luna de miel también pasó.
Sea como fuere, el tiempo no se detiene y la vida, mientras no se agote, continua su escabroso caminar hacia la muerte. Pronto Nicolás se acostumbró al dolor provocado por la presencia de aquella barriga ajena, aunque a decir verdad, los esfuerzos de Isaté iban dirigidos a que su esposo se sintiese el dueño de esa protuberancia. Ahora con una clientela fija y con "palancas" y contactos propios, su futuro económico parecía pródigo.
Isaté era la pareja perfecta en asuntos de relaciones públicas; entre una de sus proezas estaba que, a seis meses de embarazo y tres de matrimonio, todos creyeran que lo ocurrido fue una travesura de ambos. Todos lo creían, pero al estar solos, a pesar de lo bien que se hablaban, difícilmente él podía sonreír. Pese a todo, la amaba con locura y ya ella se estaba acostumbrando a él.
Una noche en la alcoba, por pura curiosidad, a Nicolás se le ocurre preguntarle a Isaté el nombre del futuro retoño; ella le contestó: "si es niña, se llamará como mi madre, Isabel, y si es varón, será Felipe". A la mente de Nicolás vinieron los más negros pensamientos, mientras su corazón se retorcía por el malestar. Incorporándose, sin decir palabra, salió de la habitación y rápidamente bajó las escaleras interiores que daban a la sala. Se detuvo a poca distancia del último escalón al oír la voz de Isaté que, dándose cuenta de la crueldad cometida, salió tras él.
Con los ojos fijos en ella, Nicolás vio cómo Isaté comenzó a bajar los primeros escalones, vio cómo su pie derecho pisaba la pantufla del pie izquierdo, mientras que éste intentaba dar un paso. Nicolás vio cómo Isaté cayó rodando, escalón por escalón, hasta llegar prácticamente a sus pies; al acercarse a ayudarla, escuchó, y escuchó muy bien, como invadida de dolores, Isaté gritaba: "¡mi bebe, mi bebe, voy a perder a mi niño!". Y sin que Isaté se percatara, Nicolás no pudo menos que sonreír.

-Deja algo para mañana, Nicolás.
-¿Y si me muero?
-Si te mueres, yo me encargo de revivirte.
Carmenza nunca aceptó perder a Nicolás; y menos por la imagen inmaculada de Isaté.

-Te amo.
-Yo también te amo.

Aún siente resonar dentro de sí las palabras de despedida, las lágrimas y el sufrimiento causado por la humillación de haber perdido. Pero entre el perder y el ganar a veces hay una línea tenue, capaz de confundir a cualquiera. Sin embargo, ver a Nicolás  apesadumbrado, a pesar de estar casado con la mujer que amaba, le alentó a entrar de nuevo al juego y mover sus fichas. Dejó de preocuparse mucho por esconder sus profundas esperanzas, y comenzó a observar todo movimiento procurando estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con los gestos y palabras acordes con la situación. No por gusto conocía a Nicolás y bien sabía que un paso en falso y lo perdería definitivamente. Darse el lujo de lastimar su ego o crearle cargos de culpa, serían jugadas de extremo riesgo. Tenía que hacer sentir a Nicolás que el haberse decidido por Isaté y no por ella fue un error que todavía podía enmendar. Él debía enmendarlo, claro que motivado por ella.

-Así, así.
-¿Así?
-Sí...

Algo que empañaba sus deseos era la respuesta a la pregunta de por qué era Isaté quien compartía el lecho de Nicolás y no ella. Cuando ya todo marchaba sobre ruedas, éstas se pincharon y desinflaron, así, sin más explicación. ¿Sería que Nicolás amaba realmente a Isaté tanto como ella a él? Carmenza no soportaba la idea de perder lo que se había propuesto obtener. Amar a quien ama a otra o querer poseer a alguien tan egoísta como una misma, no eran alternativas muy alentadoras que digamos; pero al corazón de Carmenza ya no le importaban los detalles; una mezcla de pasión, deseos de venganza y triunfo le impedían ver cualquier peligro.
Poco a poco, cuando las cosas volvían a la normalidad, Carmenza fue infiltrándose en la vida no sólo de Nicolás, sino hasta de Isaté, tomando nota de sus fallas y vacíos, para ella no cometerlos y ofrecer a Nicolás lo que Isaté no le daba. Así pasó de novia abandonada, a compañera de trabajo, luego a confidente y amiga íntima, y por último...amante.

-¡Ah!
-Te quiero.
-Yo también te quiero, pero sigue...

Nicolás, con sólo verla, se encendía; las zonas erógenas de Carmenza se combinaban para convertirse en una sola: su cuerpo entero. Eran dos tizones que, al juntarse, se convertían en fuego que todo lo quemaba. Sus manos palparon cada centímetro de sus cuerpos, sus lenguas conocieron el sabor de la piel en llamas. Sus bocas fueron una, los senos y las manos se soldaron; él penetrando y ella tragando, crearon un solo cuerpo, el de los amantes prohibidos.
Al fin, Carmenza logró lo que quería; como nunca recordó tomar ninguna píldora, ya sentía gestarse la vida en su vientre. Ahora, había que ser realista; esperar el divorcio en estos momentos era ser ingenua, pero ser la amante de un profesional con el mejor de los futuros era buena alternativa: ¿qué importaba compartir al hombre que amaba si no hacía mucho lo había perdido totalmente? Además, en estos momentos ella poseía la mejor de las armas: le iba a dar a Nicolás lo que ya Isaté no podía darle: un hijo, el primer hijo de Nicolás Caballero. Isaté podría tener más hijos, pero ella, Carmenza, siempre habría sido la primera.
Después de perder al niño, Isaté demostró en su más alto grado lo débil e indefensa que era. Nicolás, libre ya del "karma" y peso que representaba el inocente, se comportó a la altura dedicándose a proteger y consolar a su cónyuge; claro está, siempre y cuando sus múltiples ocupaciones se lo permitieran.
Doña Terencia Isabel Pérez de Ochoa y Ochoa no quedó convencida completamente de que el accidente fuera efectivamente algo del azar. Sólo la actitud de su hija, acercándose más a Nicolás, la tranquilizaba momentáneamente. No pudiendo probar nada contra su yerno, el veneno de sus pensamientos fue acumulándose sin poder escapar, hasta que a su mente vino un nombre casi olvidado: Felipe. Él era el culpable de la desgracia y por tanto, de la suya propia.
Después de una larga desaparición, interrumpida por la noticia de la defunción del pequeño, Felipe comenzó a frecuentar sus antiguos círculos sociales; provocando, con el roce, el odio de la doña y su hija, contagiada ésta por la cicuta mental de su madre. Nicolás, sabiendo el malestar que provocaba en su suegra y con la esperanza de humillarlo, aparentaba tolerar a Felipe. Isaté, sintonizándose con su esposo, adoptó igual actitud: esperar el momento adecuado para cobrar el agravio.
Felipe, confiado en su encanto personal, convencido de que Isaté aún lo amaba y de que Nicolás era un perfecto pazguato, trazó su plan de ataque: reconquistar a Isaté, sangrar a Nicolás, abatir el orgullo de doña Terencia de Ochoa y Ochoa y hacerle tragar su apellido de una buena vez. Eso sí, sus diligencias tenía que hacerlas con suma cautela, cuidándose de no darle la espalda a la vieja arpía, que era la única que no ocultaba la aversión que despertaba en ella.
Felipe seguía siendo el mismo; de gustos y modales refinados, el conversador perfecto, preocupado por vivir del sudor de otras frentes y maestro de la filosofía del "caradurismo". Por supuesto, lo que él no sospechaba era que, fuera del escozor que provocaba, se había convertido en factor de unión entre Nicolás e Isaté, pues si el dolor los había acercado, el deseo de venganza los ponía en el mismo camino: aplastar al gusano de la discordia. Porque ocurría que Nicolás jamás logró que Isaté lo prefiriese realmente a él e Isaté no pudo olvidar el abandono. Incluso antes de dormir, ambos pensaban en alguna acción que, por falta de valor y experiencia, nunca llegaban a realizar. Sólo se dedicaban a roer sus pensamientos y esperar el momento del zarpazo.
En una ocasión, unos amigos en su hacienda organizaron una barbacoa, a la que invitaron al matriarcado Ochoa y Ochoa y, sin saber que podían ofenderlo, también a Felipe Bethancur. La hacienda era preciosa, con huerto de legumbres, pastizales con ganado, establos con cabalgaduras, gallinero con toda clase de aves de corral y un chiquero, que era la gran atracción, con sus puercos gigantescos de colmillos emergentes entre los labios de sus trompas; principalmente, una enorme cerda recién parida, con nada menos que trece vástagos, rechonchos y rollizos, que eran mantenidos junto con sus madre en un cubil aparte.
Los invitados la pasaban de lo lindo; la hacienda tenía además, piscina y área de "picnic", aparte de que no faltaban los paseos a caballo, la comida y el licor. A Felipe le atrajo mucho el sudor de la caña fermentada, tanto que, pasado de tragos, le dio por comportarse no muy adecuadamente, y entre sus impertinencias, intentó propasarse con Isaté, cosa que Nicolás no soportó. Reaccionó violentamente, sin quedarse atrás ni Isaté ni doña Terencia. Después de los golpes, sin bajar de intensidad, pasaron a los gritos dejando entrever los caballeros sus verdaderas intenciones.
Los amigos se llevaron a rastras a Nicolás, mientras éste vociferaba cuanto le esperaba a Felipe. Isaté, histérica, demostró un vocabulario desconocido en ella, a la vez que seguía a su esposo y a su madre que era presa de un ataque. Tanto esperar el momento de la venganza y echarlo a perder en un instante de emotividad. Al marcharse los ofendidos, alguien por ahí dejó escapar el siguiente refrán: "La familia que pelea unida, permanece unida".
A todo esto, Felipe fue a ocultarse en el lugar más adecuado que se le pudo ocurrir, el chiquero. Dentro de éste, intentó sentarse en el barandal del cubil de la puerca recién parida, con tan mala suerte que cayó de espaldas en medio de la porqueriza. Su mente comenzó a dar vueltas y pronto quedó inconsciente, eructó y se le cubrió el rostro de una masa extraña. 
Los puerquitos se le acercaron lamiéndole la porquería regurgitada de la cara, mientras la enorme cerda comenzó a olfatearlo: primero por el cuello y de ahí hacia abajo. Al llegar a las ingles, nuevamente volvió a olfatearle el cuerpo entero más detenidamente. Al olerle otra vez entre las piernas, se detuvo aspirando profundamente y hurgando con la trompa, primero suavemente y luego con más fuerza, y finalmente, ya decidida, empezó a masticar...

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