El amor es un gato
Hasta ahora
el día no tiene nada fuera de lo común: salió el sol y pronto, sin bombos ni
platillos, volverá a ocultarse. Un día más, un día menos.
Después de una rutinaria
jornada de trabajo, donde lo extraordinario fue no enloquecer de aburrimiento;
Rosita, una joven y sensual secretaria del sector bancario, encamina sus pasos
a la esquina más cercana, donde pretende abordar un taxi y dirigirse, como de
costumbre, al lugar de la "cita". Hasta eso se ha vuelto rutina.
Hoy es lunes, único día en
que, por razones fuera de su control, puede encontrarse con Darío: otro joven
oficinista que se ha convertido en quien llena su vida, su ilusión y, por
supuesto, su vientre. ¡Darío! Cuánto diera ella por hacer de la semana un lunes
y no separarse nunca de su amante. Pero ya que no es así, debe conformarse con
ser su amada eventual y esperar que cada semana llegue el lunes.
A pesar de lo ordinario del
día, hay algo diferente: son los pensamientos de Rosita que, no obstante va a
los brazos de su hombre, se halla meditabunda y algo preocupada.
Mientras tanto, en el cuarto
de la pensión de siempre, Darío espera con ansias la llegada de su aventura
permanente, planeando cómo borrar la palabra traición de su conciencia y
escribir el vocablo pasión en el cuerpo de Rosita. En situación normal jamás
hubiese aprobado el adulterio; es más, cuánto criticó a sus amigos al ser
infieles a sus esposas; pero, enloquecido como estaba y siendo más fácil ser
juez de otros que propio, tuvo que tragarse toda su retórica, pues cayó en lo
mismo.
Al aproximarse a la pensión,
Rosita se baja del taxi, a una distancia prudente y no entra hasta estar segura
de no ser reconocida. Ya dentro se apresura a buscar el cuarto 92, el mismo de
siempre, y no bien ha entrado cuando Darío ya la está cubriendo de besos y
rodeándola con sus brazos.
Rosita por un momento se
hincha de deseo, pero al recordar sus pensamientos de hace un rato, reacciona
intentando soltarse y habla de este modo:
-Hoy no, mi amor, hoy no.
-¿Ah? ¿Qué dices?-responde
Darío, mientras sigue tratando de desnudar a Rosita.
-Que te estés quieto-responde
Rosita enojada, a la vez que empuja la barbilla de Darío fuertemente hacia
atrás.
-¿Qué te ocurre?
-Nada.
-¡Cómo que nada! ¿Por qué
estás tan irritada?
-Ya te dije que simplemente
hoy no quiero.
-¿No? Entonces ¿qué
quieres?-pregunta Darío, y nerviosamente enciende un cigarrillo.
-Quiero hablar.
-¿Hablar? Hablemos pues. ¿De
qué quieres hablar?
Rosita hace silencio clavando
sus hermosos ojos cafés en los de Darío; simultáneamente, acaricia con su
fresca mano la cara ardorosa de su hombre: cuántas veces sus cuerpos formaron
uno solo y sus almas fueron aguas del mismo manantial que desemboca en violenta
cascada incontenible. Pero hoy, hoy no había lugar para el placer, pues el
futuro peligraba.
-Dime ¿de qué quieres hablar?
-En estos días, no me he
sentido bien, por lo que asistí al médico...
-¿Y?
-Después de los exámenes,
resultó ser lo que temía...
-¿Qué?
-¿Acaso no entiendes?
-No, no entiendo.
-Darío, estoy embarazada,
espero un hijo tuyo.
-¿Mío?
-Claro. ¿De quién más va a
ser?
-¡Mío!
-Sí, tuyo.
-¿Y?
-¿Y? ¿Y?
-¿Y tú que quieres que yo
haga?
-¿Cómo que qué quiero que tú
hagas?
-Eso mismo, ¿qué quieres que
yo haga?
-¿Me traicionas? ¿Ya no me
amas?
-Claro que te amo.
-¿Y entonces?
-Lo que ocurre es que...
-¿Qué ocurre?
-Ocurre que te amo,
pero-dejando escapar una bocanada de humo-¿no recuerdas que estás casada,
casada con otro hombre...?
¿Habrá algún error? ¿No será
una equivocación?-se pregunta perplejo Jorge Ramírez, un hombre joven y
trabajador, luego de venir del consultorio médico-Aparentemente no lo hay,
según el doctor, las pruebas confirman la sentencia de siempre. “Señor Ramírez,
los gametos que produce su organismo son insuficientes y mal formes, por lo
cual fallecen en el trayecto hacia el óvulo femenino”. La historia ya conocida.
Un día nos enteramos de un tío estéril y primos, hermanos y yo nos hicimos
examinar, nada más por curiosidad. Por pura curiosidad me enteré de que uno de
mis primos y yo éramos estériles por algo de la morfología testicular. Consulté
varios médicos y todos llegaron a la misma conclusión.
En un principio fue difícil
amoldarme a la idea, pero ya casi me había resignado. Casi resignado y ahora me
pasa esto, un chispazo de luz para luego sumergirme en una oscuridad mayor que
la anterior. Ojalá nunca me hubiese enterado de nada. Antes de éste día mi
matrimonio poseía algo de luz. Mi esposa, la luz del hogar, había comprendido y
aceptado que yo no sería padre; mi esposa, la que endulzó mis dolores, que
llenó un vacío en mi espíritu; sí aceptó que yo no sería padre; lo que
secretamente nunca aceptó fue que ella no sería madre.
Ahora me toca decidir: mi
orgullo de macho herido me ordena repudiarla y abandonarla; por el otro lado,
también está el orgullo diciéndome que no me ponga en evidencia y así evitar el
ridículo. ¡Qué dilema!
La mente me pesa. ¿Por qué me
traicionó? ¿Acaso no signifiqué nada para ella? Tan grandes eran sus ansias de
ser madre que no meditó mi sugerencia de adoptar un niño. Con tantos
necesitados de amor que hay. ¿Y con quién sería? ¿Con algún conocido? ¿Algún
desconocido?
Si mi padre me viera. Mi
añorado viejo; fui el único hijo que mi padre logró retener después de un aparatoso
fracaso matrimonial, cuando apenas yo era un niño. Aún recuerdo sus esfuerzos
por hacerme llevaderos los años después de la separación, su sinceridad de
presentarse ante mí tal y como era, con sus dones y flaquezas. Como me explicó
el por qué del divorcio: sus enormes errores, los sacrificios de mi madre y de
él para construir un hogar y al final darse cuenta de que no se soportaban.
Todo el tiempo que me dedicaba: los paseos y juegos cuando niño, las fiestas
cuando crecidito. Pero, lo más valioso y atesorado eran los momentos en el
hogar. Éramos algo más que padre e hijo, éramos amigos. Cuando quise
retribuirle, no aceptó, pues el se sentía satisfecho con haberme visto crecer y
hacerme hombre.
¿Acaso no quiero esa
experiencia? ¿Tener un hijo del cual ser su amigo? ¿Verlo crecer y hacerse
hombre? Claro que quiero, aunque la naturaleza me priva de ese privilegio, no
puede matar mis ilusiones. Entonces, nada más puedo tomar una decisión:
encaminar mis pasos al hogar, los pormenores se arreglaran más tarde, a su
tiempo se aclararán las cosas; quizás ya no pueda ser esposo, pero aún puedo
ser un verdadero padre...
-Soy tu madre.
-Y yo un hijueputa.
Desde el día de su nacimiento,
Jorgito fue rodeado de los más atentos cariños y las más delicadas consideraciones
por parte de aquel que sería su mejor amigo: su padre, quien a pesar de la
herida, volcó sobre el infante todo el amor que un día fue de su cónyuge.
-¿Cómo pudiste?
-Fácil, él me apartó.
Jorge aceptó la triste
realidad, Rosita le fue infiel por algo más que el simple hecho de querer ser
madre, amaba a otro. Un tal Darío se atravesó entre los dos, un tal Darío que
resultó no ser "un tal Darío", sino un compañero de trabajo del mismo
Jorge. Los dos contadores de la misma empresa, uno traidor y el otro bobo.
Relacionados por el trabajo y por una mujer, pronto ambas razones serían de
separación.
-Me apartó, se convirtió en un
hielo, dejé de existir para él.
-Mejor hubiese sido que
dejaras de existir para todos.
Cuando el niño cumplió cuatro
añitos, Jorge no cabía dentro de sí; rodeado de amigos hizo la gran fiesta, que
ya se estaba haciendo costumbre, y todos festejaron ese año con más ganas.
Todos menos Rosita, que buscaba ocultar su tristeza. En la compañía donde Jorge
era contador hubo acontecimientos del tenor siguiente: una auditoria, libros
arreglados, un desfalco, un contador detenido, acusado y sentenciado, mientras
el otro festejaba el cumpleaños de su hijo.
-¿Por qué no te divorciaste?
-Cariño, le pedí la
separación, pero él no accedió a menos que me fuera y renunciara a ti, y yo no
estaba dispuesta a perderte.
La situación entre Jorge y
Rosita se hizo cada día más pesada. Bueno, en realidad, no había tal situación,
pues para Jorge, Rosita no existía, ya que ni la volteaba a ver. Para Rosita esto
era insoportable, pero su miedo a perder a Jorgito y enfrentarse sola a la
vida, eran suficientes para aguantar lo inaguantable. Darío todavía estaba tras
las rejas y a ella le encontraron un quiste que resultó ser muy grande y adiós
a toda la tripa procreadora.
-¿Por qué?
-Sólo te amaba a ti, no a él.
-¿Cómo no me di cuenta?
-Decidimos no involucrarte.
Darío el ex convicto,
precisamente, no era un primor de dulzura; como contador, su carrera había
terminado, en parte por su historial policivo y en parte porque no volvió a
intentar nada al respecto. Al parecer, antes de llegar a cualquier lugar, ya
todos sabían que él era un ex presidiario. Y sin crimen cometido, por lo menos
sin cometer aquel del que se le acusó. Incluso, el verse con Rosita ya no tenía
la antigua satisfacción de la pasión. Darío mentalmente estaba castrado y se
había convertido en un impotente afectivo, por lo cual nunca se decidió a
quitarle la mujer a su antiguo compañero.
-¿Por qué no te marchaste?
-No entiendes, soy débil, sola
no iba a poder.
Jorge, en el silencio de su
frialdad, sentía hondo deleite por la manera en que se desarrollaron los
acontecimientos. Pero él no había salido totalmente ileso, pues amargarle la
vida a Rosita le amargó la suya. Ambos eran unos amargados, con la diferencia
que cada uno tenía su propio consuelo. Ella corría a brazos de Darío, y a los
brazos de él corría Jorgito. Su amor por el niño era lo único que daba color a
su vida, no correría el riesgo de perderlo y menos que tuviese otro padre. La
legislación favorecía a Rosita, a menos que ella abandonase el hogar. Tarde o
temprano ella lo haría, era cuestión de esperar y, mientras, hacer feliz a
Jorgito.
-No entiendo.
-No entiendas, compréndeme.
Un día dispuso el hado que las
tres infelices almas se enfrentaran. Todo empezó con el deseo de Rosita de ser
madre y todo terminaría en un cumpleaños de Jorgito. Como era costumbre,
llegada la fecha, Jorge echaba la casa por la ventana; pero al parecer, al
dejarla abierta, un intruso aprovechó para entrar. En medio de la fiesta, Darío
decidió presentarse ante Jorge y, por supuesto, ante Jorgito, intención ésta
que Rosita no permitió, pues se llevó al ahora muchacho para dentro de la casa.
Jorge y Darío, al estar frente a frente, se comportaron tal como lo habían
hecho durante años: como si nada hubiese pasado. Por lo menos, así lo
intentaron, pero el rencor de dieciséis años es difícil de ocultar y el odio
que ambos se tenían muy pronto afloró.
Primero fueron los gritos,
luego, los puños. Mutuamente se acusaban de traición. Jorge gritaba:
"Arruinaste mi matrimonio, me traicionaste". Darío contesta: "Tú
me mandaste a la cárcel y arruinaste mi vida". La furia de los dos era
incontenible. Este espectáculo era incomprensible para Jorgito, y más al ver a
su madre que desde la ventana llorando, gritaba: "No, Darío; déjalo,
Jorge".
-Y todo fue por mi culpa.
-No, no fue tu culpa. La culpa
la tuvo el miedo.
Al día siguiente, después de
una noche lluviosa que siguió a la tormenta pasional, Jorge fue encontrado
muerto a causa de una puñalada en la tetilla izquierda, y a pocos metros, el
arma homicida encharcada en lodo y sangre. El principal sospechoso era Darío,
quien, al ser arrestado, vociferaba ser inocente y no estar dispuesto a ir a la
cárcel nuevamente por un crimen no cometido. Primero muerto que encerrado.
-Ojalá ese maldito se pudra en
la cárcel.
-Jorgito, ese hombre es tu
padre.
-No, él mato a mi padre.
-No, no fue él...
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