Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 11 de diciembre de 2011

Maritza

Maritza
Ni Comagre ni Urracá pudieron imaginarse que de su sangre rebelde saldría una mujer de temple como Maritza: maestra de campo, con la noche por cabello, mirada de estrellas y mejillas de luna. Una mujer de oculto dulce carácter. Allá en las Recónditas profundidades de su alma; muy, pero muy en el fondo, latía un tierno corazón al que había que saber llegar. Recuerdo que las
primeras veces con ella comencé a sospechar que yo era invisible, pues, a pesar de mi saludo, pasaba "estirada" a mi lado, sin determinarme siquiera. En realidad sí respondía el saludo, pero fríamente. Ello fue así hasta que decidí romper el hielo de forma directa. Como la mujer es mujer, le dije con un inspirado piropo lo guapa que se veía. No mentí ni exageré, pero desde entonces entré en la corta lista de sus amistades.
No vayan a formarse una idea equivocada. Maritza no era engreída o cosa parecida, lo aparentaba, pero no lo era. Ella simplemente vivía, respiraba y caminaba vestida con una ruidosa coraza metálica. Así es, Maritza, sin ser un caballero medieval, andaba con una armadura hecha con el más duro de los metales: la desconfianza. Desconfianza en el género humano y, desconfianza en ella misma. Desconfianza provocada por el temor a ser herida, a volver a sentir dolor. Por eso hacía ver que era dura y por eso la apodé "la ruda".
La ruda y su ruidosa armadura metálica, andaban por allí sin sentir ningún dolor y sin sentir ninguna caricia de alguna mano amiga. Aislada de toda aflicción y placer. Cuando le preguntaba por qué era así, sólo me contestaba:
-La vida me ha hecho así.
Un buen día se enteró de que a sus espaldas la apodaba "la ruda". Honestamente, temí por mi vida; creí que se desataría un tifón de fuego, un ciclón radioactivo, un...un... Pero nada de lo esperado ocurrió; Maritza, sencillamente se sonrió, sí, sonrió. Casi nadie se percató de su sonrisa, pues la armadura escondía su cara, pero fui testigo de que alegremente sonrió. ¡Maritza era capaz de
sonreír como cualquier otro ser humano!
Este hecho quedó aleteando dentro de mi cabeza, primero con alas de pichón y, finalmente, con alas de águila. Un día, conversando con Maritza, para despedirme le dije:
-¿Sabes que eres una de las amigas que más quiero?
-¿Yo? ¿Por qué yo?-me interpeló anonadada por la sorpresa.
-Porque sí-le respondí atrevidamente sereno.
Maritza abrió los ojos dejando escapar una mirada de estrellas, mientras la noche de su cabello se escurría por su cuello. Fue entonces cuando sus mejillas de luna se iluminaron con una sonrisa, y en ese momento fui yo sorprendido, pues escuché cómo caían para siempre los pedazos de la armadura
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario