Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 3 de abril de 2016

DOS PUNTOS ROJOS SOBRE SUS FAUCES

Me observaba desde la vidriada luna y al percatarme de tal detalle cesé todo movimiento. Por lo menos los movimientos bruscos. Su mirada, dos puntos rojos sobre sus fauces, era tan fija que sentía un clavo en pleno esternón. Las ansiedades son tan difíciles de anticipar. Terminan por horadar un abismo en medio de nuestras seguridades. Si pudiera huir, si tan sólo lo quisiera. Soy la prueba palpable de que no querer es no poder.
            Uno tiene sus planes y espera algo. Trabaja, avanza, retrocede y vuelve a avanzar. Uno nunca se rinde. Uno quiere triunfar. No importa el precio. El dedo de la angustia trabado en la garganta hace necesario anudar la boca del estómago. Es la única forma de no vomitar. Uno sigue trabajando, avanzado, retrocediendo y volviendo a avanzar. De repente, sin petición alguna, se abre una puerta. Todo se hace fácil. La gran oportunidad, el negocio del centenario: la venta de viajes sin aeropuertos ni visas.        
El progreso nos pone una mano en el hombro. Entonces los parientes. Los amigos. Los conocidos. Todos ellos. Lo miran a uno con malos ojos y lo señalan a uno con el dedo índice. Uno les huele mal. Pretenden arrojarnos al rostro la mugre almacenada bajo sus uñas. Así es. Hasta que se entiende y uno procura que el propio bienestar los alcance a ellos. Entonces la situación cambia y adiós a las miradas y señales. También a la mugre de sus uñas.
Trabajar, avanzar, retroceder y volver a avanzar deja de ser nuestra rutina. Ya no lo hacemos, otros lo hacen por nosotros. Ahora nuestros planes se cumplen Ya no tenemos que esperar porque lo esperado ya llegó.
No hay problemas, no los hay. Pero una noche un sobrino se cae de un vuelo y todo se complica. No era cualquier sobrino. Era mi sobrino. Tu sangre no quiere olerte y los índices, ahora sí, te arrojan su mugre. Un desfile de uniformes te acosa y por último, desde algún punto detrás del cristal, llega él y clava sus ojos en tu esternón. Aunque sin pasión, como si fueses un negocio más. Y uno recuerda los años de avanzar y retroceder y se siente nostalgia por el dedo de la angustia trabado en la garganta. Tal vez hacernos un nudo en la boca del estómago no nos hizo gran bien. Nos alejó del vómito, del asco y de aquellas sensaciones que anuncian el peligro.
Uno se arrepiente de haber traspasado esa puerta que uno nunca pidió que se abriera. Esa bendita puerta. La ancha. La que convirtió los planes en algo más que simples propósitos. La de las enormes ganancias. Ahora resulta que había un precio por traspasarla. Y ahora me vienen a cobrar. Él viene a cobrarme.
Pensar que nada hubiese pasado si el sobrino del vuelo hubiese sido el de otro. Ni toda la mugre ni todos los uniformes me hubiesen inquietado. Pero fue mi sobrino. Y eso me inquietó. Una sombra se vistió con mis ropas.
            Ya pronto llega él. No hay más nada que hacer. Sólo caminar con él, llevado por él, cargado por él. Uno da largas al asunto hasta que los relojes revientan y se entiende que hay que hacer lo que hay que hacer. Sólo eso. La idea clara, el cuerpo listo y uno se levanta, se llena los pulmones, y se grita a los oídos:
            -Mejor no pierdo más el tiempo y me arrojo ya a su hocico-.

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