Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 20 de noviembre de 2011

AL FINAL FUE LA PALABRA

Orquídea en saludo marcial (Dece Ereo, Panamá)

De niño, en las veredas de mi jardín, la lujuria y el delito jamás dejaron huellas. Sus pasos quizás eran, quizás, retumbos antiguos, nunca hierro y piedra. Allá sólo había orquídeas, mangos y un sabio cocotero; el compañero de las parejas que estrellaban contra la tierra los inútiles reparos.
Tuvieron que aparecer las sotanas para que el pecado recalara en mi vergel. Yo no lo conocía, un cura me lo presentó el día que prohibió el centelleo de pieles. ¡Adiós susurros en el palmar! Y ya no hubo parejas, sino machos, hembras y lechos plenos de obligaciones. El día que llegó la virtud eclesial a mi antiguo patio de colores, los sacerdotes celebraron con cincuenta y nueve misas y ochenta y tres procesiones.
Al arribo del policía, la parcela de los mangos pasó de rincón de chiquillos a tugurio de infractores. El tolete policiaco, cual vara nigromante, convirtió la cosecha de la fruta en delito. Él, el policía, me enseñó a robar. El día que llegó el orden policial a mi campo en flor, los policías celebraron con cuarenta redadas y setenta y tres operativos.
Con el abogado la cosa no fue mejor. Un edicto reglamentario logró que la sencillez pariera embrollos. Él, el abogado, interpuso un papel entre cónyuges, hermanos y vecinos, y aprendí una nueva palabra: demanda, y olvidé una vieja palabra: convivencia. El día que llegó la tramitación legal a mi prado de aromas, los abogados celebraron con noventa y seis procesos y veintiuna diligencias fiscales.
Derribaron muchos árboles para fabricar tanto cartón consumido en los letreros de prohibido, tanto barrote usado en las cárceles y tanto papel de resoluciones judiciales. Y un buen día las figuras llenas de censuras, al ritmo de un sermón, transformaron el huerto de palmas y orquídeas en llamas, humo, ceniza. A veces me cuesta recordar como eran los Dendrobios.
En mi infancia, delito y lujuria eran voces desconocidas. Curas, policías y abogados me las enseñaron. El día del incendio tuve que despedirme de vivir con la piel expuesta a las falanges de la brisa, de las orquídeas, de los mangos y del más sabio cocotero. En nombre de la virtud, la ley y el orden aún inhalo ceniza de flores. Pero aprendí a cubrirme con un sayal.
El jardín ya no fue mío. Era del hambre de las carabelas y de las codicias de la caña. Era de ellos, de los que me hablaron de lujuria y delito, y así fue hasta que la huerta parió una palabra jamás antes pronunciada. No sé como, entre tanta esterilidad, germinó ese roce de sílabas, pero creció hasta ser espiga de mazos.
Sotanas, toletes y edictos cerraron sus oídos y aún así la palabra brilló, caminó, encontró, amó y engendró chiquillos vivarachos y sedientos de inmortalidades. Y los sordos por vocación que usurparon miel y polen, ya nunca más reinaron.
Una palabra jamás antes pronunciada los echó de la huerta.

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