Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 10 de julio de 2011

VÉRTIGO

El hombre de retazos de papel (Dece Ereo)
Cuando desperté estaba cayendo. Lo que yo suponía un mal sueño, resultó ser la más grave de las realidades, la más impune, la inexplicable.
A pesar de no divisar aún el suelo, sentía su rápida aproximación; el viento hacía vibrar mis orejas, provocando un zumbido que servía de aburrido fondo. La sensación del vacío parecía plegarse y formar pólipos en mis intestinos; presentía que la nada me lamía la piel.
¿Por qué? ¿Por qué estoy cayendo? ¿Acaso el aire no es únicamente para el batir de alas? ¿Acaso yo tengo alas?
El pánico me hizo vomitar un grito en cámara lenta y tercera dimensión. Un grito contrastante con el zumbido de mis orejas; era como un solista policolor acompañado por un coro monotonal. El vértigo de la caída me pareció una ola que viajaba desde las uñas de mis pies hasta la curva de mis rizos, enredándose de paso en las paredes de mi estómago. Tantos años sobreviviendo y ahora sobremuero mi fin.
Luego de sumergirme en un banco de nubarrones, la náusea me atormentó menos. Sentí el rocío fresco envolviendo mis sienes y alejando de ellas el malestar.
Mi abuelo gustaba de caminar bajo la lluvia, alzar la cara y que las gotas, después de estrellarse, caminaran por el mapa de sus mejillas. Los placeres del abuelo eran los disgustos de la abuela: que si la ropa mojada, que si un resfriado, que si la pulmonía, que si el hospital, que si el cementerio. Al final, la abuela tuvo razón, el viejo murió de pleuresía a los noventa años.
Aún no acabo de comprender el por qué de este viaje acelerado, del vértigo tormentoso, de la máxima inseguridad. No sé el por qué, mucho menos cómo inició. Sólo sé que ahora se divisa el suelo, el final futuro, más cerca de lo deseado.
La abuela sobrevivió nueve años a la muerte de su consorte. Nueve años de periódicas y puntuales citas médicas, nueve años de píldoras e inyecciones, nueve años donde nunca una gota de lluvia tocó algún punto de su cuerpo. Fueron nueve años extrañando la sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro del abuelo, mientras ella con una toalla lo secaba.
El suelo a pesar de su significado y probablemente por su lejanía, se me antojaba como un inmenso óleo. Muchos tonos de verdes y chocolates competían por llamar mi atención; en el horizonte, ahora nuevo, los azules bordeaban el blanco de las nubes que parecían colosos con sus brazos alzados en plegaria. El sol llenaba de rayas blancas el croquis del cielo y de manchas negras las espaldas de las colinas.
Descubrí que al balancearme con ritmo, convertía en música el zumbido de mis orejas. Pude desenredar las náuseas de mi estómago, luego las digerí.
De niño, junto a mi abuelo tuve la más grande de mis aventuras: un viaje en velero hasta isla Contadora. Inolvidable la danza del yate sobre el mar, los delfines saltando a estribor y la ensalada hecha con la sierra pescada en el ombligo de la tarde. Lo recuerdo parado en la proa, cortando el viento con su nariz, extendiendo los brazos y gritando:
-Vuela hijo, vuela.
¡Qué tipo era mi abuelo!
Todavía recuerdo las gotas caminando despacito por sus mejillas, su sonrisa satisfecha empapando la toalla de la abuela; incluso me acuerdo de su grito en el yate.
Convencido de lo inevitable de mi encuentro con el suelo y aún así, sin ninguna desesperación, lancé un grito armónico con la nueva música de mis orejas, abrí los brazos y dejé libre mi pecho para el impacto, abrí los brazos y mis dedos rebanaron como queso el aire, abrí los brazos y grité:
-Abuelooo.
Abrí los brazos lo más que pude, abrí los brazos y estos...emplumaron.
¡Una brizna de hierba apenas rozó mi abdomen!

No hay comentarios:

Publicar un comentario