La
mañana del cielo morado y el sol verdoso. La mañana de tránsito por los
picachos de encajes y el océano de terciopelo. Esa mañana el cantor vio nacer
de su diestra, mano fuerte, coros de pieles bañadas en aurora, espejos de uñas
reflejantes de mares vaporosos y cuarteles dáctiles repletos de resuellos
líquidos.
De su siniestra, mano suave,
brotaban locas oberturas danzantes y un canto de acuarelas y versos. El cantor,
inflamado de júbilos, no pudo menos que dibujar coreografías de colores
pasteles, en la atmósfera uterina.
Aquella mañana, todos los astros
azules recogieron sus cabellos de las praderas de mármol; así lo hicieron
después que ríos y quebradas los peinaran. A su vez, sediento de cúspides de
senos, con sus dedos brillantes e insolentes y acicalado por la mariposa de
fuego, el sol rasgó los vestidos de la luna y arrojó los jirones de pálida tela
más allá de los lomos montañosos.
Cutis, sinfonías, óleos y sonetos;
las caricias osadas estallaban como serena lluvia caída en terreno henchido de
semillas y detonaban cual mirada de poeta. Sólo un alma repleta de embriones es
capaz de doblar un rayo de luz. Sólo un alma sin vacíos puede llenarse de
plenitudes.
La mañana del cielo morado, las
pupilas del artista se posaron en el sol verdoso y contrariaron la física, el
derecho y cualquier silogismo; su diestra, aliento de vigor, en abrazo
voluptuoso, largo, abismal y prohibido tomó a la siniestra, aliento de amor,
preñándola con canelas ácidas y olores verdes.
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