Puente a mí mismo
UNA
AUTENTICA IMITACIÓN DE LOS GIRASOLES
Ese hedor era tan penetrante que
logró fastidiar mi sueño. Por breves segundos no supe de donde provenía aquella
pestilencia, hasta que unos apagados gruñidos llamaron mi atención sobre un
bulto echado en la tupida alfombra de lana australiana.
Empujé
con el codo a mi mujer pero ella ni se inmutó. Encendí la lamparilla de noche y
antes de verificar la identidad del bulto, tomé mi reloj digital de cuarzo y
leí: 4 y 43 a.m... Faltaban 107 minutos para cumplir las ocho horas de sueño
que me permitían funcionar de manera cabal en la oficina.
De
nuevo intenté despertar a mi esposa para afrontar juntos ese bulto, pero
imposible, ella se obcecaba en dormir; supongo que gracias a la bendita
sinusitis, no sentía el olor.
Al
incorporarme y poner los pies sobre la blanda moqueta, pisé con asco al intuir
poder tropezar con alguna sustancia pegajosa proveniente del fardo; algo baboso
que se me pudiera escurrir entre los dedos de los pies.
Más
mareado que dormido caminé hasta la puerta del cuarto y desde allí, gracias al
clic del interruptor eléctrico, espanté a los duendes de las sombras; pero la
peste se quedó con ese bulto gruñón, ahora definido ante mis ojos medrosos.
Se
trataba de una alimaña de flácido cuero manchado con sarna y casi atravesado
por huesos puntiagudos, larga trompa con emergentes colmillos cariados, patas
flacas y nudosas que parecían no poder sostener su laxo cuerpo, orejas
colgantes como banderas raídas; tuerto y con la cuenca vacía tapiada por un
parche de lagaña. El fondo del ojo sano poseía una chispa inquietante.
Obvio
que se trataba de un animal, sin embargo no adivinaba su género. Ese bulto
animal contrastaba con el resto de la alcoba.
No
tenía nada en común con la alfombra sobre la cual estaba acostado, ni con el
juego de recamara hecho de caoba y tallado a mano. No tenía nada en común con
los lienzos satinados de la cama y la auténtica imitación de Los Girasoles de Van Gogh colgada de la
pared lateral. No tenía nada en común con el ropero lleno de piezas adecuadas
para el trabajo y la vida social de un oficinista; menos con el espejo de
cuerpo entero, vigilante periódico de los detalles de la buena apariencia. Nada
de mi recámara podía afiliarse con esa bestia. Sólo el aire acondicionado se
hizo su cómplice, al difundir por parejo su cochino aliento. No toleré tal
infidelidad y lo desconecté.
Todavía
no entendía como mi señora dormía tranquila, si con cada gruñido se espesaba
más el caldo pestífero. Ella se veía linda con el arreglado cabello sobre la
cara y su pequeño pie derecho asomándose apenas
entre las sábanas: ni un callo, ni una uña mal cortada. Por haber
apagado el aire la destapé para que no sudara. Ella
tampoco tenía nada en común con aquel bulto animal.
Aplastado
contra el marco de la puerta, con la nariz en arruga para evitar la tufarada,
observé muy bien a esa cosa animada; en especial la chispa derramada por su ojo
sano: la miraba y la pensaba, pensaba y miraba, miraba, pensaba, pensaba,
pensaba.
¿Que
dirían en el club si se enterasen de que un pestilente bulto animal reposaba en
mi dormitorio? Mis jefes y compañeros de oficina cambiarían su opinión sobre mí,
al saber que pude respirar aquel tufo y sobrevivir. ¿Que pasaría si mi esposa
despertase y al pisar la alfombra, algo baboso se le escurriera entre sus dedos
sin callos ni uñas mal cortadas? Lo peor sería que todos ellos, concluyeran que
la chispa proveniente del ojo sano del bulto animal, inquietaba mi ser más allá
de la debido.
Ese
brillo era algo místico que descubría un pasado tachado: zanjas de agua sucia
que servían de piscina a niños desnudos, esquinas donde la droga más difícil de
comprar era una aspirina, collados de mugre horadados por ratas y cucarachas,
una mujer avejentada secando a plancha el solitario uniforme colegial de su
hijo.
Pero
nada de eso tenía algo en común con mis ropas, mi reloj digital de cuarzo, mi
alfombra de lana australiana, mis muebles de caoba con acabados a mano, mi
espejo de cuerpo entero, mi auto, mi apartamento o mi afiliación al club. No
había nada en común, nada en común, nada. El bulto animal no se interesaba en
mis posesiones y eso me aterrorizaba. Mi auténtica imitación de Los Girasoles se descoloraba.
Esa
chispa me fue cubriendo como aceite que envuelve a una pieza de motor puesto en
marcha. Se que debí oponerme, al final no me iba a gustar eso de navegar en
aguas profundas; ver fondo en el abismo, no me iba a gustar.
A
mi me agrada vestirme bien, hacer un buen trabajo en la oficina, salir los
viernes con mis amigos, ir los sábados con mi esposa al cine o a bailar y los
domingos a casa de mi suegra. Una vida sin complicaciones, de reglas hechas
como rieles sobre los cuales nada más hay que montarse. Esa noche el tren de mi
vida se descarriló.
No
resistí, no pude, estaba ávido de enterarme de lo conocido, de ver lo visto,
oír lo escuchado y deslumbrado por la chispa inquietante del ojo sano del bulto
animal, recordé a un niño nadando desnudo en una zanja, mientras su madre se
preparaba a secar a punta de plancha, un solitario uniforme escolar.