Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

sábado, 31 de agosto de 2013

CANCIÓN DE MARIPOSAS

El amor es un gato
Aunque la puerta por donde acaba de pasar dice: "prohibida la entrada de menores", Fede no hace el menor caso y penetra al mundo de la media luz y olor a desinfectante. Ya bien sabe el cuento que echarle a la guardia: "hombre, ¿qué quiere? ¿Qué robe?", mientras sigue con su pregón "¡Ceviche, ceviche bien picante!" Esta noche habrá bastante negocio; es sábado de quincena y hay un barco atracado en el puerto. Por lo tanto, el local está al tope tanto de naturales como de "acamaronados", ansiosos todos de descargar dentro de las damas del deseo.
 "Mariposas de la noche
De colores brillantes y ojos dormidos.
Aves del placer de carnes sin sol
Y sonrisas automáticas.
Aves sin ruta fija
Siempre complacientes con quien paga su precio."
Entre el gentío se distinguen tres tipos de clientes: los locales, en su mayoría jóvenes, parados en las sombras, a la expectativa de aquella que más los excita, mientras hablan entre ellos de cómo lo hicieron la última vez; vienen por mujeres y no tienen plata para los tragos. Entre los de piel de camarón, hay unos sentados alrededor de varias mesas que ellos mismos unieron con algarabía, hablando en un idioma raro, gritando y vociferando quién sabe cuántas vulgaridades en esa jerigonza que nadie entiende: deben ser los marinos del barco y quién sabe de dónde sean, pero tienen plata y hay que ayudarlos a gastarla. El resto de los "acamaronados" son "armys" y tampoco entienden qué dicen los del barco.
Estos gringos son clientes habituales; ellos son los únicos que vienen a bailar y, cuando ya se cansan, echan su polvo y vuelven a repetir la rutina hasta que amanezca, se les acabe el dinero o ya no respondan. También, son los únicos que pelean entre ellos por las damitas. Por supuesto, hay algunos viejos solitarios, sentados en mesitas con sendas "frías" frente a ellos y tremendas hembras a su lado, que esperan en silencio que el espíritu se les caliente.
También, por ahí anda el tipo aquel que se les declara a las "chichis", luego les paga y sube con ellas para, al día siguiente, llenarse la boca con la historia del "levante". Algunas lo comprenden y sigan la corriente, otras ya lo han mandado al carajo y lo tienen amenazado.
"Y ellos, ellos son los peores.
Hombres incoherentes que aman a la virgen
Pero buscan la ramera.
Hombres lujuriosos y encima perezosos
Que prefieren pagar por no convencer con amor."
 Entre las chicas se escuchan los más variados acentos: las hay del Caribe, Centro y Sur América; claro que, eventualmente, es posible encontrar una que otra cholita nativa, que corta de nalgas y pródiga de pechos, navega entre la clientela, buscando pescar cuanto tiburón se le pegue.
También entre ellas es posible distinguir varios grupos; las hay desde aquellas que le basta con pasearse entre la jauría y con una mirada escoger con quién se acuestan, hasta las que tienen que ir de oído en oído repitiendo: "Subamos, papi, y te la convierto en biberón".
Por lo general, mientras más jóvenes y "buenonas" levantan más rápido. Se visten con bikinis, por un lado para lucirse mejor y por otro, porque como para copular sólo usan la entrepierna, no tienen que desnudare el pecho, evitando así que le manoseen y baboseen los senos. De este modo salvan su honra, sin importar cuántos la penetren. Otras visten como de fiesta y cuando suben, con tanto trapo se pasa el tiempo desnudándose y no echando el polvo. Las más véteras visten con vestidos de baños enteros y se desnudan completamente ante el cliente, sin que por esto se dejen manosear y menos babosear por cualquier pelagato. ¡Ah!, pero eso sí, los besos de amantes son tabú, preferible un pene a una boca; eso es trofeo, si es que se arriesgan, de aquellos que han sabido llenar sus vaginas con algo más que esperma.
Los cantineros y mesoneros, siempre callados y mustios, cierran el cuadro de personajes del mundo de la media luz y olor a desinfectante, junto con el tipo que cerca de los cuartos lleva el tiempo y que siempre está dispuesto a rajarle la cara a cualquier atrevido que se sobrepase con las chicas.
Fede, entretenido con las maquinitas, pregona esporádicamente su producto, mientras las damiselas se ganan la vida repitiendo una y otra vez el mismo ritual: abordan al parroquiano, cruzan breves palabras, él le da la plata y ella paga en la caja, se dirigen al cuarto pasando frente al tipo que mide el tiempo. Al poco rato, regresan donde se separan como si nada hubiese pasado. Lo más probable es que, en realidad, eso sea lo que ha acontecido: nada.
"En este mundo
Siempre lo mismo;
No sol, sí carne,
Donde nada se posee y todo se pierde
Donde lo único que existe es la noche."
 Esta noche no es de placer, sino de negocios, por lo que, "adiós maquinita, y a vender ceviche". La venta iba más o menos; como siempre, los "armys" son los que más compraban; los marineros y su jerigonza "namás" era joder, y los limpios parados en la sombra, ni se inmutaba en mirarlos.
Así marchaba la cosa, hasta que oyó un alboroto en una de las esquinas: un tipo perseguido por una de las damas es interceptado por uno de los saloneros y le dan tal "nudera" que hasta Fede aprovecha para meterle un par de "cochazos". Todavía estarían dándole golpes si no es porque llegó la "chota". La ley, por supuesto, le dio un par de toletazos. Entre la algarabía, Fede pudo enterarse de que el fulano decidió no pagar e irse a la oscuridad y autoservirse. Fue descubierto por la fulana y ya sabemos el cuento. A la pregunta de por qué hizo esa cochinada, el tipejo contestó: "Lo que pasa es que las camas son muy duras". Al escuchar eso, reído Fede, se marcha con su pregón: "Ceviche, ceviche bien picante...". 

viernes, 16 de agosto de 2013

DOS DIÁLOGOS Y UN MONÓLOGO


El amor es un gato

Hasta ahora el día no tiene nada fuera de lo común: salió el sol y pronto, sin bombos ni platillos, volverá a ocultarse. Un día más, un día menos.
Después de una rutinaria jornada de trabajo, donde lo extraordinario fue no enloquecer de aburrimiento; Rosita, una joven y sensual secretaria del sector bancario, encamina sus pasos a la esquina más cercana, donde pretende abordar un taxi y dirigirse, como de costumbre, al lugar de la "cita". Hasta eso se ha vuelto rutina.
Hoy es lunes, único día en que, por razones fuera de su control, puede encontrarse con Darío: otro joven oficinista que se ha convertido en quien llena su vida, su ilusión y, por supuesto, su vientre. ¡Darío! Cuánto diera ella por hacer de la semana un lunes y no separarse nunca de su amante. Pero ya que no es así, debe conformarse con ser su amada eventual y esperar que cada semana llegue el lunes.
A pesar de lo ordinario del día, hay algo diferente: son los pensamientos de Rosita que, no obstante va a los brazos de su hombre, se halla meditabunda y algo preocupada.
Mientras tanto, en el cuarto de la pensión de siempre, Darío espera con ansias la llegada de su aventura permanente, planeando cómo borrar la palabra traición de su conciencia y escribir el vocablo pasión en el cuerpo de Rosita. En situación normal jamás hubiese aprobado el adulterio; es más, cuánto criticó a sus amigos al ser infieles a sus esposas; pero, enloquecido como estaba y siendo más fácil ser juez de otros que propio, tuvo que tragarse toda su retórica, pues cayó en lo mismo.
Al aproximarse a la pensión, Rosita se baja del taxi, a una distancia prudente y no entra hasta estar segura de no ser reconocida. Ya dentro se apresura a buscar el cuarto 92, el mismo de siempre, y no bien ha entrado cuando Darío ya la está cubriendo de besos y rodeándola con sus brazos.
Rosita por un momento se hincha de deseo, pero al recordar sus pensamientos de hace un rato, reacciona intentando soltarse y habla de este modo:
-Hoy no, mi amor, hoy no.
-¿Ah? ¿Qué dices?-responde Darío, mientras sigue tratando de desnudar a Rosita.
-Que te estés quieto-responde Rosita enojada, a la vez que empuja la barbilla de Darío fuertemente hacia atrás.
-¿Qué te ocurre?
-Nada.
-¡Cómo que nada! ¿Por qué estás tan irritada?
-Ya te dije que simplemente hoy no quiero.
-¿No? Entonces ¿qué quieres?-pregunta Darío, y nerviosamente enciende un cigarrillo.
-Quiero hablar.
-¿Hablar? Hablemos pues. ¿De qué quieres hablar?

Rosita hace silencio clavando sus hermosos ojos cafés en los de Darío; simultáneamente, acaricia con su fresca mano la cara ardorosa de su hombre: cuántas veces sus cuerpos formaron uno solo y sus almas fueron aguas del mismo manantial que desemboca en violenta cascada incontenible. Pero hoy, hoy no había lugar para el placer, pues el futuro peligraba.

-Dime ¿de qué quieres hablar?
-En estos días, no me he sentido bien, por lo que asistí al médico...
-¿Y?
-Después de los exámenes, resultó ser lo que temía...
-¿Qué?
-¿Acaso no entiendes?
-No, no entiendo.
-Darío, estoy embarazada, espero un hijo tuyo.
-¿Mío?
-Claro. ¿De quién más va a ser?
-¡Mío!
-Sí, tuyo.
-¿Y?
-¿Y? ¿Y?
-¿Y tú que quieres que yo haga?
-¿Cómo que qué quiero que tú hagas?
-Eso mismo, ¿qué quieres que yo haga?
-¿Me traicionas? ¿Ya no me amas?
-Claro que te amo.
-¿Y entonces?
-Lo que ocurre es que...
-¿Qué ocurre?
-Ocurre que te amo, pero-dejando escapar una bocanada de humo-¿no recuerdas que estás casada, casada con otro hombre...?

¿Habrá algún error? ¿No será una equivocación?-se pregunta perplejo Jorge Ramírez, un hombre joven y trabajador, luego de venir del consultorio médico-Aparentemente no lo hay, según el doctor, las pruebas confirman la sentencia de siempre. “Señor Ramírez, los gametos que produce su organismo son insuficientes y mal formes, por lo cual fallecen en el trayecto hacia el óvulo femenino”. La historia ya conocida. Un día nos enteramos de un tío estéril y primos, hermanos y yo nos hicimos examinar, nada más por curiosidad. Por pura curiosidad me enteré de que uno de mis primos y yo éramos estériles por algo de la morfología testicular. Consulté varios médicos y todos llegaron a la misma conclusión.
En un principio fue difícil amoldarme a la idea, pero ya casi me había resignado. Casi resignado y ahora me pasa esto, un chispazo de luz para luego sumergirme en una oscuridad mayor que la anterior. Ojalá nunca me hubiese enterado de nada. Antes de éste día mi matrimonio poseía algo de luz. Mi esposa, la luz del hogar, había comprendido y aceptado que yo no sería padre; mi esposa, la que endulzó mis dolores, que llenó un vacío en mi espíritu; sí aceptó que yo no sería padre; lo que secretamente nunca aceptó fue que ella no sería madre.
Ahora me toca decidir: mi orgullo de macho herido me ordena repudiarla y abandonarla; por el otro lado, también está el orgullo diciéndome que no me ponga en evidencia y así evitar el ridículo. ¡Qué dilema!
La mente me pesa. ¿Por qué me traicionó? ¿Acaso no signifiqué nada para ella? Tan grandes eran sus ansias de ser madre que no meditó mi sugerencia de adoptar un niño. Con tantos necesitados de amor que hay. ¿Y con quién sería? ¿Con algún conocido? ¿Algún desconocido?
Si mi padre me viera. Mi añorado viejo; fui el único hijo que mi padre logró retener después de un aparatoso fracaso matrimonial, cuando apenas yo era un niño. Aún recuerdo sus esfuerzos por hacerme llevaderos los años después de la separación, su sinceridad de presentarse ante mí tal y como era, con sus dones y flaquezas. Como me explicó el por qué del divorcio: sus enormes errores, los sacrificios de mi madre y de él para construir un hogar y al final darse cuenta de que no se soportaban. Todo el tiempo que me dedicaba: los paseos y juegos cuando niño, las fiestas cuando crecidito. Pero, lo más valioso y atesorado eran los momentos en el hogar. Éramos algo más que padre e hijo, éramos amigos. Cuando quise retribuirle, no aceptó, pues el se sentía satisfecho con haberme visto crecer y hacerme hombre.
¿Acaso no quiero esa experiencia? ¿Tener un hijo del cual ser su amigo? ¿Verlo crecer y hacerse hombre? Claro que quiero, aunque la naturaleza me priva de ese privilegio, no puede matar mis ilusiones. Entonces, nada más puedo tomar una decisión: encaminar mis pasos al hogar, los pormenores se arreglaran más tarde, a su tiempo se aclararán las cosas; quizás ya no pueda ser esposo, pero aún puedo ser un verdadero padre...

-Soy tu madre.
-Y yo un hijueputa.

Desde el día de su nacimiento, Jorgito fue rodeado de los más atentos cariños y las más delicadas consideraciones por parte de aquel que sería su mejor amigo: su padre, quien a pesar de la herida, volcó sobre el infante todo el amor que un día fue de su cónyuge.

-¿Cómo pudiste?
-Fácil, él me apartó.

Jorge aceptó la triste realidad, Rosita le fue infiel por algo más que el simple hecho de querer ser madre, amaba a otro. Un tal Darío se atravesó entre los dos, un tal Darío que resultó no ser "un tal Darío", sino un compañero de trabajo del mismo Jorge. Los dos contadores de la misma empresa, uno traidor y el otro bobo. Relacionados por el trabajo y por una mujer, pronto ambas razones serían de separación.
-Me apartó, se convirtió en un hielo, dejé de existir para él.
-Mejor hubiese sido que dejaras de existir para todos.

Cuando el niño cumplió cuatro añitos, Jorge no cabía dentro de sí; rodeado de amigos hizo la gran fiesta, que ya se estaba haciendo costumbre, y todos festejaron ese año con más ganas. Todos menos Rosita, que buscaba ocultar su tristeza. En la compañía donde Jorge era contador hubo acontecimientos del tenor siguiente: una auditoria, libros arreglados, un desfalco, un contador detenido, acusado y sentenciado, mientras el otro festejaba el cumpleaños de su hijo.

-¿Por qué no te divorciaste?
-Cariño, le pedí la separación, pero él no accedió a menos que me fuera y renunciara a ti, y yo no estaba dispuesta a perderte.

La situación entre Jorge y Rosita se hizo cada día más pesada. Bueno, en realidad, no había tal situación, pues para Jorge, Rosita no existía, ya que ni la volteaba a ver. Para Rosita esto era insoportable, pero su miedo a perder a Jorgito y enfrentarse sola a la vida, eran suficientes para aguantar lo inaguantable. Darío todavía estaba tras las rejas y a ella le encontraron un quiste que resultó ser muy grande y adiós a toda la tripa procreadora.
-¿Por qué?
-Sólo te amaba a ti, no a él.
-¿Cómo no me di cuenta?
-Decidimos no involucrarte.

Darío el ex convicto, precisamente, no era un primor de dulzura; como contador, su carrera había terminado, en parte por su historial policivo y en parte porque no volvió a intentar nada al respecto. Al parecer, antes de llegar a cualquier lugar, ya todos sabían que él era un ex presidiario. Y sin crimen cometido, por lo menos sin cometer aquel del que se le acusó. Incluso, el verse con Rosita ya no tenía la antigua satisfacción de la pasión. Darío mentalmente estaba castrado y se había convertido en un impotente afectivo, por lo cual nunca se decidió a quitarle la mujer a su antiguo compañero.

-¿Por qué no te marchaste?
-No entiendes, soy débil, sola no iba a poder.

Jorge, en el silencio de su frialdad, sentía hondo deleite por la manera en que se desarrollaron los acontecimientos. Pero él no había salido totalmente ileso, pues amargarle la vida a Rosita le amargó la suya. Ambos eran unos amargados, con la diferencia que cada uno tenía su propio consuelo. Ella corría a brazos de Darío, y a los brazos de él corría Jorgito. Su amor por el niño era lo único que daba color a su vida, no correría el riesgo de perderlo y menos que tuviese otro padre. La legislación favorecía a Rosita, a menos que ella abandonase el hogar. Tarde o temprano ella lo haría, era cuestión de esperar y, mientras, hacer feliz a Jorgito.
-No entiendo.
-No entiendas, compréndeme.

Un día dispuso el hado que las tres infelices almas se enfrentaran. Todo empezó con el deseo de Rosita de ser madre y todo terminaría en un cumpleaños de Jorgito. Como era costumbre, llegada la fecha, Jorge echaba la casa por la ventana; pero al parecer, al dejarla abierta, un intruso aprovechó para entrar. En medio de la fiesta, Darío decidió presentarse ante Jorge y, por supuesto, ante Jorgito, intención ésta que Rosita no permitió, pues se llevó al ahora muchacho para dentro de la casa. Jorge y Darío, al estar frente a frente, se comportaron tal como lo habían hecho durante años: como si nada hubiese pasado. Por lo menos, así lo intentaron, pero el rencor de dieciséis años es difícil de ocultar y el odio que ambos se tenían muy pronto afloró.
Primero fueron los gritos, luego, los puños. Mutuamente se acusaban de traición. Jorge gritaba: "Arruinaste mi matrimonio, me traicionaste". Darío contesta: "Tú me mandaste a la cárcel y arruinaste mi vida". La furia de los dos era incontenible. Este espectáculo era incomprensible para Jorgito, y más al ver a su madre que desde la ventana llorando, gritaba: "No, Darío; déjalo, Jorge".
-Y todo fue por mi culpa.
-No, no fue tu culpa. La culpa la tuvo el miedo.

Al día siguiente, después de una noche lluviosa que siguió a la tormenta pasional, Jorge fue encontrado muerto a causa de una puñalada en la tetilla izquierda, y a pocos metros, el arma homicida encharcada en lodo y sangre. El principal sospechoso era Darío, quien, al ser arrestado, vociferaba ser inocente y no estar dispuesto a ir a la cárcel nuevamente por un crimen no cometido. Primero muerto que encerrado.
-Ojalá ese maldito se pudra en la cárcel.
-Jorgito, ese hombre es tu padre.
-No, él mato a mi padre.

-No, no fue él...

sábado, 10 de agosto de 2013

CABANGA

El amor es un gato

-Haló
-Buenas, ¿se encuentra Charitín?
-Sí, ella habla.
-Hola, habla Víctor.
-¡Eh, Víctor! ¿Cómo estás?
-Aquí comiendo cabanga desde la última vez que nos vimos.
-¿Cabanga? ¿Y eso?
-Nom'be, que mi hermana fue al interior y trajo varias, me he dado una "jartá" que ni te imaginas.
-Bueno, ¿y cuando me traes un pedazo?
-¿Así que quieres comer cabanga? No te lo recomiendo, en exceso puede hacer daño; pero algún día vas a comer de la cabanga que yo te dé.

Esa misma noche, Charitín Córdoba partió al extranjero a terminar estudios en ingeniería con especialización sabe Dios en qué cosa y esperó en vano la despedida de su amigo Víctor Martínez. Él, más adelante, le explicó en una carta el porqué de su ausencia en el aeropuerto; según sus propias letras "resulté no ser tan fuerte para la despedida".
Días después de la partida Víctor se encontró solo, como si algo le faltara; buscó refugio en el pasado y se puso a recordar. Se acordó de cuando conoció a Charitín; al principio le cayó mal por ser muy hablantina, pero al escuchar lo que decía halló que tenía sentido y comenzó a simpatizarle. De a poquitos fue queriéndola y apegándose a ella. Todo lo de ella le caía bien, incluso cuando lo llamaba chiquillo. Sólo le llevaba 27 días y ya se creía muy mayor. Aunque nunca soportó cuando venía a contarle problemas que tenía con su novio y mucho menos cuando ella le contestaba "NO" a sus propuestas. Incluso, intentando ser poeta, le cantó así a ella:

“Ojalá que estuviese
El mundo entero contra mí.
Pero no, no es así.
No son los demás,
Los que me hacen sufrir.
Eres tú la que me persigue y reprime,
Sólo tú estás en contra mía...”

¡Ah, sí! De mil maneras él le declaró su amor y de mil modos ella le respondió con un "no". Se acordó de la última vez que lo hizo, y de las palabras de Charitín:
-Mira, ¿tú eres necio o bobo? ¿Cuándo vas a entender que yo a ti no te veo como hombre? Es más no creo que seas la suficiente para mí. ¿Eso era lo que querías que te dijera? ¿Cuándo te he insinuado algo, para que te creas con derecho? Estás engañado, mi'jito, y perdiendo tu tiempo.
Después de esa "trapeada", el espíritu de Víctor quedó bajo la planta del pie izquierdo, prometiéndose para sus adentros jamás volver a tocarle el susodicho tema.
Los días se fueron sumando en meses y estos a su vez en años, y mientras Víctor se convertía en un reconocido reportero, Charitín recibía su diploma y título en ingeniería, con especialización en sabe Dios qué cosa.
Llegado el día de recibirla en el aeropuerto, Víctor esperó en un rincón. Ahí se quedó incluso cuando ella, pasando la aduana, fue a saludar con besos a familiares, amigos y, por supuesto, a su novio, y ahí se hubiera quedado de no ser porque ella, al reconocerlo, lo llamó por su nombre y lo saludó muy efusivamente, estrechándole la mano.
Con el correr del tiempo, su amistad se hizo más grande, tanto fue así que el día en que su novio por fin decidió proponerle matrimonio y ella a él si le contesto afirmativamente, fue a él, Víctor Martínez, a quien Charitín le pidió fuese su padrino de bodas. Él, al dudar un momento, se vio convencido por las siguientes palabras: "Si me vuelves a hacer la del aeropuerto, olvídate para siempre de mí". Palabras sugestivas y muy persuasivas.
Muy rápido llegó el día de la boda y al finalizar esta, mientras todos disparaban el tradicional arroz sobre los novios, estaba Víctor mirando fijamente a una muchacha que sollozaba. Se acercó como para consolarla y ésta se le abalanzó al pecho, golpeándolo y gritando: "Por tu culpa, por tu culpa". Él, tratando de cubrirse, le contestó: "Pégale a él, que se casa, y no a mí", a la vez que, a empujones, se la quitaba de encima. Por un instante pensó: "Si lo hubiese intentando una vez más", pero luego se acordó de su promesa y decidió olvidar el asunto.
Como el tiempo no espera a nadie, siguió corriendo sin detenerse. La vida de casada que al principio parecía un sueño para Charitín, fue convirtiéndose en pesadilla. Pero siempre allí estaba Víctor, escuchándole sus problemas y siempre viéndola reconciliarse.
Un día, Charitín descubrió a su amantísimo esposo en brazos de aquella muchacha del incidente en la boda. Al parecer, al contrario de Víctor, ella nunca se rindió. Esto fue el fin y acabó con un matrimonio de cuatro años, cuatro años de la vida de Charitín y, por supuesto, cuatro años de la vida de Víctor.
Había llegado la hora de recuperar el tiempo perdido. Una noche, después de la cena, de una espléndida cena preparada por Charitín en su casa, sentados muy juntos en el sofá, mientras una música suave se escurría en el ambiente, Víctor abrazó a la mujer de sus sueños a la vez que ésta, dócilmente, permitía que sus bocas se uniesen. Víctor vio en ese momento la oportunidad de su vida: Charitín, solitaria y desamparada, veía en él un refugio; él todavía la amaba y este era el mejor momento, no para decírselo, sino para recordárselo.

- Charitín, yo quiero que tú sepas...

De pronto, a la mente de Víctor vino el sufrimiento: de cómo llegó a ser padrino de bodas y el incidente que hubo en ella, de las constantes discusiones y reconciliaciones de Charitín con su marido...

-Dilo, Víctor, déjame escucharlo de tus labios.

Recordó de las veces que se había tragado las lágrimas al verse rechazado; de cuántas veces había orado cada vez que Charitín le dijo que no, para que ella nunca se arrepintiese de su respuesta...

-Dilo, tú que eres a quien de verdad siempre he querido.

Víctor recordó la promesa que él mismo se hiciera y, poniéndose de pie, se marchó de la vida de Charitín, diciendo:

-¡Lo siento!

sábado, 3 de agosto de 2013

TETRAHEDRO



El amor es un gato (2)

-¡Maldito hipócrita!
-Pero ¿por qué? Si yo no he hecho nada...
-¿Aún insistes en que eres inocente? ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Tú engañaste a mi niña!

  Corren los aires navideños y ya en los bolsillos se sienten los efectos de diciembre. Mientras las calles llenas de neones convierten las palabras "paz y amor" en meros anuncios comerciales, en una de esas casas de buena familia doña Terencia Isabel de Ochoa y Ochoa y Nicolás Caballero hacen caso omiso de los clichés de fin de año. Ella es una señora que siempre tiene presente que es una Ochoa y Ochoa. El Pérez de soltera cuenta poco. Es algo bajita, rechoncha y, a pesar del maquillaje y los grandes lentes, no puede ocultar su origen rural. Él es un joven profesional que gracias a sus habilidades diplomáticas casi ha logrado entrar a la rosca de la "High Society". Es de cuerpo atlético, trigueño y de fácil sonrisa, luce un corte de cabello que recuerda su signo zodiacal.
  Un problema grave, muy grave, que atañe a la salud del nombre de los Ochoa y Ochoa, los mantiene enfrascados en un arduo intercambio de fuertes palabras; parecen olvidar que la Noche de Paz está pronto por llegar.

-¡Estúpido, idiota; tú y tu lujuria han arruinado el futuro de mi niña!
-Señora, insisto en que no he hecho nada, soy inocente.
-Si eres inocente, ¿cómo es que mi niña espera un bebe?

En silencio, Nicolás recordó el día en que conoció a la niña de doña Terencia Isabel Ochoa y Ochoa, cuyo nombre es Isaté, un nombre muy "chic" para la versión moderna de los Ochoa y Ochoa. Fue en una de esas reuniones juveniles, donde los jóvenes se ponen máscaras y ocultan las diferencias de clase y color hasta el momento de terminar el encuentro.
Un amigo de ambos los presentó, ella le sonrió de manera tan especial que él quedo deslumbrado; no era la sonrisa en sí sino su forma. Isaté misma le ofreció la mano, y en lo que duró la famosa reunión para arriba y para abajo iban tomados de la mano. Al final de la excusa, él dándole su teléfono, esperó igual correspondencia, petición a la cual ella se negó, por supuesto, pero prometió llamarlo. Con un apretón y una sonrisa se despidieron.
-Honestamente, no entiendo nada, señora.
-Claro, que vas a entender, cerebro de pollo.
-Por favor, deje de insultarme ya.
-¿Insultos? no son insultos, es la pura verdad, pedazo de arrimado.

  Nuevamente se abstrajo y volvió la vista atrás, a su familia. Sus parientes nunca fueron adinerados pero tampoco se podría decir que eran indigentes. Eran buhoneros, comerciantes de la calle que vendían telas, hilos, adornos caseros y toda clase de chucherías; juguetes en navidad, tarjetas en el día de la madre, cohetes y baños para la suerte en año nuevo; hasta escapularios del último santo en fiesta. Sus estudios secundarios y gran parte de los universitarios los pagó vendiendo mercancía seca precisamente en fiestas patronales. Él era el primero de los suyos en recibir título universitario. Ahora era el licenciado Nicolás Caballero y no un simple arrimado.

-¿Arrimado? Sepa señora que no soy ningún arrimado, lo que soy lo he ganado quemándome las pestañas y con el esfuerzo de mis padres.
-Gran cosa, obtiene un titulacho de tinterillo y ya se cree que tiene a Dios en el bolsillo.
-Es posible que mi título no sea lo más grande del mundo, pero usted ni eso tiene; sólo tiene un apellido adquirido por matrimonio y pagado en la cama.
-¡Maldito perro! Ahora te atreves a insultarme; no sé que vio mi hija en ti.

  Esa pregunta también se la hacía Nicolás. A las semanas de aquella reunión, cuando ya todo parecía olvidado, Isaté le telefoneó y quedaron de acuerdo en encontrarse en un café. Ella, como siempre desbordaba belleza y ternura; él a su vez, seguía deslumbrado. Después de esa cita siguieron otras que comenzaron a hacerse más seguidas, logrando que el corazón de Nicolás se prendara totalmente de Isaté. Ella era hermosa, de ojos y cabellos café claros, con pómulos no tan pronunciados; delgada, pero con curvas de ángulo adecuado, elegante, de buen vestir; linda en verdad, a excepción de su costumbre de andar encorvada, y unos dientes encaramados que casi le tiran la cara al suelo.

-¿Qué vio en ti? ¿Qué fue lo que vio?
-Es posible que Isaté buscara algo de consuelo, pues no fui más que un pañuelo de lágrimas.

Triste realidad, todo era muy bonito para ser verdad. Por cosas del destino en una ocasión le restregaron en la cara la noticia de que el dueño de casa regresó a sus dominios y de que él, Nicolás Caballero, no era más que el otro.
¡Un mayordomo que cuidaba la hacienda, mientras el amo estaba lejos!
Ahora lo comprendía todo: el porqué la llamada fue después de tanto tiempo, porqué Isaté insistía en que él le confesara constantemente su amor, el porqué de su melancolía. Su novio la había abandonado y ella buscaba una aventura para consolarse.
-¿Pañuelo de lágrimas? Tú ni para limpión sirves. Pañuelo de lágrimas, ¡Ja!
-Usted sí sirve para muchas cosas, para muchas cosas.
-¿Cómo para qué? A ver dime.

  El tono de doña Terencia ya no era el mismo, ahora ni para limpión servía y hace poco tiempo, aparentemente, era todo lo contrario. Antes era Nicolás para aquí, Nicolás para allá. En los litigios legales el licenciado Nicolás Caballero era el caballito de batalla del clan Ochoa y Ochoa. Pero a él siempre le llamó la atención el modo que la señora le daba la mano para saludarlo, era una mano muerta, semejante a un pellejo, y lo más curioso era que arrugaba la cara, especialmente la nariz, tal cual oliese algo desagradable a su fino gusto adquirido.

-Usted es una hipócrita y sepa que su hija también lo es; hizo que me enamorara de ella para luego abandonarme. Ella me engañó; teniendo novio, logró hacerme creer que me quería.
-¿Cómo te atreves a decir que mi hija es una cualquiera?
 
  Isaté de ninguna manera era una cualquiera, una tonta sí, pero no una cualquiera. Aceptó a Felipe Bethancur por novio, sólo porque el consenso general lo consideraba un buen partido, aunque era grosero y egocéntrico. Sus relaciones eran tan buenas que ella lo llamaba a él por su apellido y no por su nombre de pila. Era ridículo verla tras él diciendo "te quiero, Bethancur".

-Yo he dicho que me engañó con ese tal Felipe.
-Pues para que sepas que ese tal Felipe es mejor que tú; sus padres son un matrimonio muy honorable.
-Eso de que si es mejor que yo, lo sabrá Dios; pero aquello de sus padres, permítame decirle que el honor no se transmite por los genes.

Después del desengaño y de las veces que tuvo que soportar que dejaran al aire y sin piel su herida, Nicolás decidió olvidar a Isaté y, como una mujer saca a otra mujer, buscó llenar el vacío con Carmenza, una compañera de trabajo que siempre demostró debilidad por él. Además, el roce que conllevaba laborar para los Ochoa y Ochoa le trajo muchos contactos que supo aprovechar muy bien.
Carmenza era preciosa, de ojos negros, dientes de color marfil y bien alineados, algo engreída, pero un encanto de cariño. Sin escuchar a la prudencia, Nicolás y Carmenza anunciaron su boda para una fecha muy próxima. Cual de los dos estaba más apurado: él de resarcirse o ella de atraparlo. Repartir las invitaciones, confeccionar los trajes y vestidos, estipular los contratos de servicios de comida y bebida, buscar el templo conveniente para la ceremonia y otros preparativos ya estaban en marcha; únicamente faltaba que se presentasen ante el altar.

-Dígame, señora ¿y usted qué quiere que yo haga?
-Que salves el nombre de los Ochoa y Ochoa.
-¿Qué?
-¡Salva a Isaté!
-Pero ese niño que está por venir no es mío. Jamás fui su amante.
-¿Tú no dices que la amas? Demuestra tu amor ahora...
Fue una rápida, discreta, sobria y muy sombría boda. Nicolás asintió como con malestar estomacal e Isaté lo hizo mecánicamente. Durante la recepción, los novios, sentados en un rincón, recibían muy adustos las aún más adustas felicitaciones de los pocos invitados. A Isaté le era más fácil sonreír y atenderlos; Nicolás difícilmente podía alzar la vista. Doña Terencia, como regalo a los tórtolos, les consiguió reservaciones en un lujoso hotel de las muy apartadas montañas.
Todo el largo viaje fue en silencio. Al llegar al hotel, luego de confirmar la reservación se dirigieron a la habitación; antes de entrar, a Isaté se le ocurrió que Nicolás tendría que cargarla en brazos; él, ni corto ni perezoso, la alzó y atravesó la puerta con ímpetu y vigor; posiblemente con demasiado ímpetu, pues casi desnuca a Isaté con el marco de la puerta. Ya en la alcoba, solos por primera vez, Nicolás un poco menos tenso, pensó que después de todo la cosa no era tan mala: Ahí estaba con la mujer que amaba, o por lo menos que amó un día. Isaté, por su parte, se mostraba tierna y cariñosa, convencida de que si no había conseguido el amor de su vida, por lo menos sí la seguridad suficiente que tanto necesitaba. Por lo menos había una buena atmósfera para la noche de bodas.
Isaté se cambió en el baño la ropa de viaje por un amplio y transparente camisón negro; metiéndose en la cama mientras apagaba las luces atrayendo con los brazos a Nicolás. Pero éste, firme, encendió las luces y, desnudando a Isaté, contempló aquella curva que empezaba a notarse en el blanco vientre de la que ahora era su mujer; la curva de la trampa en que había caído. Tras desnudarse, decidió penetrar a Isaté y, por lo menos simbólicamente, hacer suya aquella curvatura.
Pasó aquella noche y la luna de miel también pasó.
Sea como fuere, el tiempo no se detiene y la vida, mientras no se agote, continua su escabroso caminar hacia la muerte. Pronto Nicolás se acostumbró al dolor provocado por la presencia de aquella barriga ajena, aunque a decir verdad, los esfuerzos de Isaté iban dirigidos a que su esposo se sintiese el dueño de esa protuberancia. Ahora con una clientela fija y con "palancas" y contactos propios, su futuro económico parecía pródigo.
Isaté era la pareja perfecta en asuntos de relaciones públicas; entre una de sus proezas estaba que, a seis meses de embarazo y tres de matrimonio, todos creyeran que lo ocurrido fue una travesura de ambos. Todos lo creían, pero al estar solos, a pesar de lo bien que se hablaban, difícilmente él podía sonreír. Pese a todo, la amaba con locura y ya ella se estaba acostumbrando a él.
Una noche en la alcoba, por pura curiosidad, a Nicolás se le ocurre preguntarle a Isaté el nombre del futuro retoño; ella le contestó: "si es niña, se llamará como mi madre, Isabel, y si es varón, será Felipe". A la mente de Nicolás vinieron los más negros pensamientos, mientras su corazón se retorcía por el malestar. Incorporándose, sin decir palabra, salió de la habitación y rápidamente bajó las escaleras interiores que daban a la sala. Se detuvo a poca distancia del último escalón al oír la voz de Isaté que, dándose cuenta de la crueldad cometida, salió tras él.
Con los ojos fijos en ella, Nicolás vio cómo Isaté comenzó a bajar los primeros escalones, vio cómo su pie derecho pisaba la pantufla del pie izquierdo, mientras que éste intentaba dar un paso. Nicolás vio cómo Isaté cayó rodando, escalón por escalón, hasta llegar prácticamente a sus pies; al acercarse a ayudarla, escuchó, y escuchó muy bien, como invadida de dolores, Isaté gritaba: "¡mi bebe, mi bebe, voy a perder a mi niño!". Y sin que Isaté se percatara, Nicolás no pudo menos que sonreír.

-Deja algo para mañana, Nicolás.
-¿Y si me muero?
-Si te mueres, yo me encargo de revivirte.
Carmenza nunca aceptó perder a Nicolás; y menos por la imagen inmaculada de Isaté.

-Te amo.
-Yo también te amo.

Aún siente resonar dentro de sí las palabras de despedida, las lágrimas y el sufrimiento causado por la humillación de haber perdido. Pero entre el perder y el ganar a veces hay una línea tenue, capaz de confundir a cualquiera. Sin embargo, ver a Nicolás  apesadumbrado, a pesar de estar casado con la mujer que amaba, le alentó a entrar de nuevo al juego y mover sus fichas. Dejó de preocuparse mucho por esconder sus profundas esperanzas, y comenzó a observar todo movimiento procurando estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con los gestos y palabras acordes con la situación. No por gusto conocía a Nicolás y bien sabía que un paso en falso y lo perdería definitivamente. Darse el lujo de lastimar su ego o crearle cargos de culpa, serían jugadas de extremo riesgo. Tenía que hacer sentir a Nicolás que el haberse decidido por Isaté y no por ella fue un error que todavía podía enmendar. Él debía enmendarlo, claro que motivado por ella.

-Así, así.
-¿Así?
-Sí...

Algo que empañaba sus deseos era la respuesta a la pregunta de por qué era Isaté quien compartía el lecho de Nicolás y no ella. Cuando ya todo marchaba sobre ruedas, éstas se pincharon y desinflaron, así, sin más explicación. ¿Sería que Nicolás amaba realmente a Isaté tanto como ella a él? Carmenza no soportaba la idea de perder lo que se había propuesto obtener. Amar a quien ama a otra o querer poseer a alguien tan egoísta como una misma, no eran alternativas muy alentadoras que digamos; pero al corazón de Carmenza ya no le importaban los detalles; una mezcla de pasión, deseos de venganza y triunfo le impedían ver cualquier peligro.
Poco a poco, cuando las cosas volvían a la normalidad, Carmenza fue infiltrándose en la vida no sólo de Nicolás, sino hasta de Isaté, tomando nota de sus fallas y vacíos, para ella no cometerlos y ofrecer a Nicolás lo que Isaté no le daba. Así pasó de novia abandonada, a compañera de trabajo, luego a confidente y amiga íntima, y por último...amante.

-¡Ah!
-Te quiero.
-Yo también te quiero, pero sigue...

Nicolás, con sólo verla, se encendía; las zonas erógenas de Carmenza se combinaban para convertirse en una sola: su cuerpo entero. Eran dos tizones que, al juntarse, se convertían en fuego que todo lo quemaba. Sus manos palparon cada centímetro de sus cuerpos, sus lenguas conocieron el sabor de la piel en llamas. Sus bocas fueron una, los senos y las manos se soldaron; él penetrando y ella tragando, crearon un solo cuerpo, el de los amantes prohibidos.
Al fin, Carmenza logró lo que quería; como nunca recordó tomar ninguna píldora, ya sentía gestarse la vida en su vientre. Ahora, había que ser realista; esperar el divorcio en estos momentos era ser ingenua, pero ser la amante de un profesional con el mejor de los futuros era buena alternativa: ¿qué importaba compartir al hombre que amaba si no hacía mucho lo había perdido totalmente? Además, en estos momentos ella poseía la mejor de las armas: le iba a dar a Nicolás lo que ya Isaté no podía darle: un hijo, el primer hijo de Nicolás Caballero. Isaté podría tener más hijos, pero ella, Carmenza, siempre habría sido la primera.
Después de perder al niño, Isaté demostró en su más alto grado lo débil e indefensa que era. Nicolás, libre ya del "karma" y peso que representaba el inocente, se comportó a la altura dedicándose a proteger y consolar a su cónyuge; claro está, siempre y cuando sus múltiples ocupaciones se lo permitieran.
Doña Terencia Isabel Pérez de Ochoa y Ochoa no quedó convencida completamente de que el accidente fuera efectivamente algo del azar. Sólo la actitud de su hija, acercándose más a Nicolás, la tranquilizaba momentáneamente. No pudiendo probar nada contra su yerno, el veneno de sus pensamientos fue acumulándose sin poder escapar, hasta que a su mente vino un nombre casi olvidado: Felipe. Él era el culpable de la desgracia y por tanto, de la suya propia.
Después de una larga desaparición, interrumpida por la noticia de la defunción del pequeño, Felipe comenzó a frecuentar sus antiguos círculos sociales; provocando, con el roce, el odio de la doña y su hija, contagiada ésta por la cicuta mental de su madre. Nicolás, sabiendo el malestar que provocaba en su suegra y con la esperanza de humillarlo, aparentaba tolerar a Felipe. Isaté, sintonizándose con su esposo, adoptó igual actitud: esperar el momento adecuado para cobrar el agravio.
Felipe, confiado en su encanto personal, convencido de que Isaté aún lo amaba y de que Nicolás era un perfecto pazguato, trazó su plan de ataque: reconquistar a Isaté, sangrar a Nicolás, abatir el orgullo de doña Terencia de Ochoa y Ochoa y hacerle tragar su apellido de una buena vez. Eso sí, sus diligencias tenía que hacerlas con suma cautela, cuidándose de no darle la espalda a la vieja arpía, que era la única que no ocultaba la aversión que despertaba en ella.
Felipe seguía siendo el mismo; de gustos y modales refinados, el conversador perfecto, preocupado por vivir del sudor de otras frentes y maestro de la filosofía del "caradurismo". Por supuesto, lo que él no sospechaba era que, fuera del escozor que provocaba, se había convertido en factor de unión entre Nicolás e Isaté, pues si el dolor los había acercado, el deseo de venganza los ponía en el mismo camino: aplastar al gusano de la discordia. Porque ocurría que Nicolás jamás logró que Isaté lo prefiriese realmente a él e Isaté no pudo olvidar el abandono. Incluso antes de dormir, ambos pensaban en alguna acción que, por falta de valor y experiencia, nunca llegaban a realizar. Sólo se dedicaban a roer sus pensamientos y esperar el momento del zarpazo.
En una ocasión, unos amigos en su hacienda organizaron una barbacoa, a la que invitaron al matriarcado Ochoa y Ochoa y, sin saber que podían ofenderlo, también a Felipe Bethancur. La hacienda era preciosa, con huerto de legumbres, pastizales con ganado, establos con cabalgaduras, gallinero con toda clase de aves de corral y un chiquero, que era la gran atracción, con sus puercos gigantescos de colmillos emergentes entre los labios de sus trompas; principalmente, una enorme cerda recién parida, con nada menos que trece vástagos, rechonchos y rollizos, que eran mantenidos junto con sus madre en un cubil aparte.
Los invitados la pasaban de lo lindo; la hacienda tenía además, piscina y área de "picnic", aparte de que no faltaban los paseos a caballo, la comida y el licor. A Felipe le atrajo mucho el sudor de la caña fermentada, tanto que, pasado de tragos, le dio por comportarse no muy adecuadamente, y entre sus impertinencias, intentó propasarse con Isaté, cosa que Nicolás no soportó. Reaccionó violentamente, sin quedarse atrás ni Isaté ni doña Terencia. Después de los golpes, sin bajar de intensidad, pasaron a los gritos dejando entrever los caballeros sus verdaderas intenciones.
Los amigos se llevaron a rastras a Nicolás, mientras éste vociferaba cuanto le esperaba a Felipe. Isaté, histérica, demostró un vocabulario desconocido en ella, a la vez que seguía a su esposo y a su madre que era presa de un ataque. Tanto esperar el momento de la venganza y echarlo a perder en un instante de emotividad. Al marcharse los ofendidos, alguien por ahí dejó escapar el siguiente refrán: "La familia que pelea unida, permanece unida".
A todo esto, Felipe fue a ocultarse en el lugar más adecuado que se le pudo ocurrir, el chiquero. Dentro de éste, intentó sentarse en el barandal del cubil de la puerca recién parida, con tan mala suerte que cayó de espaldas en medio de la porqueriza. Su mente comenzó a dar vueltas y pronto quedó inconsciente, eructó y se le cubrió el rostro de una masa extraña. 
Los puerquitos se le acercaron lamiéndole la porquería regurgitada de la cara, mientras la enorme cerda comenzó a olfatearlo: primero por el cuello y de ahí hacia abajo. Al llegar a las ingles, nuevamente volvió a olfatearle el cuerpo entero más detenidamente. Al olerle otra vez entre las piernas, se detuvo aspirando profundamente y hurgando con la trompa, primero suavemente y luego con más fuerza, y finalmente, ya decidida, empezó a masticar...