El amor es un gato (1)
...Nunca tuve en mi juventud graves problemas, sólo
el roce con aquel pedante chico que tan mal me caía, por vanidoso, hipócrita y
egoísta. Antes del incidente no me importaba su existencia, la indiferencia
entre ambos era mutua: él no se metía conmigo, yo no con él; simplemente no me
interesaba. Todo fue así, hasta que él-que conste que fue él-comenzó a
entrometerse en mi vida. Sus puyas empezaron a ser más seguidas, sus burlas y
estupideces me fueron colmando.
Claro,
cómo no iba a interferir en mi existencia, si era yo a quien él envidiaba; yo
poseía el mayor tesoro que había entonces en el colegio: la tenía a ella, a
Yiseika, la chica más dulce y cariñosa que he conocido y que, por mala suerte,
él también conoció.
En
realidad, Yiseika no era la gran beldad; tampoco es que fuese fea, digamos que
no llegaba a monumento. No muy bajita, delgada, ojos negros, cara perfilada y
graciosa, con la piel algo bronceada y formas apenas lo suficientemente
perceptibles. Sin embargo, tenía la mirada profunda y sincera, una sonrisa
cautivadora y la virtud de poner en cada palabra el tono capaz de calmar
tempestades y causar hondo placer en cualquier hombre. Sus caricias y besos, su
cuerpo moviéndose entre mis brazos... ¡Ah!...En fin, era la mujer de quien yo
estaba locamente enamorado.
Pero
nada bueno dura para siempre. Tato, así apodaban al pedante, un muchacho con
carro propio y otros lujos derivados del buen salario de su padre; alto, aunque
no mucho; de pelo negro y con un don-que él llamaba encanto y yo engaño-de
conquistar a todas las muchachas con las que se encaprichaba, estaba dispuesto
a saciar otro de sus apetitos: Yiseika.
Mis
planes eran muy grandes. Yiseika y yo. Yo y Yiseika. Para toda la vida. Unos
tíos me habían prometido empleo en cuanto me graduase del bachillerato y una
vecina alquilaba cuartos muy baratos. Luego buscaría mi casita. Nuestra casita.
Con lo que pude reunir de mi mesada aboné un anillo de compromiso para nada
lujoso, tenía la esperanza de que llegado el momento estuviese pagado. El
momento sería en el baile de graduación; en medio de la fiesta de gala le
declararía mi amor pidiéndole que fuese mi esposa, sellando con el anillo el compromiso
y con un beso nuestro amor. Imaginarme la escena me provocaba la más grande de
las alegrías. Yiseika sólo sonreía.
Pero
el destino tenía otros planes. Tato hizo lo necesario para que creciese la
pugna; ya no sólo era en el campo del amor, también en el estudio, el deporte,
incluso en la manera de comportarse como hombre. Aquello de simple pelea, pasó
a guerra abierta.
Las
insinuaciones de Tato no me preocupaban. Yiseika siempre lo había rechazado en
público y supongo que también en privado. Mi confianza en ella era
inquebrantable. Sus palabras me convencieron de que en su vida sólo existía yo,
yo, nadie más que yo. Ver en la cara de Tato la frustración y en sus ojos el
odio que la envidia le despertaba me convenció de que Yiseika no mentía.
Fue
transcurriendo el tiempo; la fecha del baile de fin de año se acercaba. Las
invitaciones me fueron entregadas, el traje de Yiseika estaban por terminarlo y
a mi vestuario sólo le faltaba ponérmelo. El plazo estaba por cumplirse y la
noche gloriosa ya pronto llegaba. Pero.
Unos
días antes del magno acontecimiento, cuando los diplomas habían sido
entregados, todo pareció cambiar y dar un revés. Yiseika se volvió esquiva;
algunos de mis amigos, los más íntimos, me miraban con tristeza tratando de
decirme algo pero el miedo ahogaba las palabras en sus gargantas. Aún el mismo
Tato cambió, no andaba nervioso sino tranquilo, ya no veía en su cara
frustración, ya no había odio en sus ojos, y su sonrisa era lo que más me
preocupaba y atormentaba, pues veía en ella la traición del infame y el
desprecio del triunfador.
Desde
unos meses atrás, con tanta tensión y ajetreo, debido supongo a los estudios y
a la misma pugna en sí, venía sufriendo de agudos dolores de cabeza. Eran
terribles esos malestares y me obligaban a ingerir fuertes analgésicos. Ahora
que presentía algo, que no sabía que podía ser, mi alma no descansaba, y mucho
menos, mis dolores. Tuve que doblar la dosis de calmantes.
El
día de la fiesta, a la hora convenida, pasé por Yiseika. Me recibió mi futura
suegra y muy extrañada me dijo que ella había partido con unas amigas hacía un
buen rato. Una punzada en el cráneo comenzó a torturarme. Antes de irme, la
madre de Yiseika se despidió diciéndome-como para tranquilizarme-que quizás
ella estaría en el baile esperándome con una sorpresa. ¿Qué sería? ¿Por qué no
me llamaría? El dolor me martilló por un momento, después se me quitó al pensar
que lo dicho por la señora sería cierto y luego de tragarme dos comprimidos.
Dirigí
mis pasos al lugar del festejo; por suerte no era el único sin pareja; allí se
encontraba toda la palomilla tomando licor, un nuevo privilegio de recién
graduado, como marino recién llegado a puerto. Los gritos, las bromas, las
risas hicieron que pronto me hallara a mis anchas y más después de un par de
tragos y otra píldora. El dolor desapareció por completo; hasta llegué a
olvidarme de Yiseika por un momento.
Más
tarde, cuando el ron surtió efecto, Pittí, uno de mis compañeros, desde la
ventana donde tomaba fresco gritó a todo pulmón, por encima de la música y la
algarabía: -¡Ey, gente! Allí vienen las siete plagas de Egipto juntas, viene el
perro de Tato-.
En
efecto, llegó la peste, pero estábamos en tan buen ambiente que, incluso con él
en la fiesta, seguiríamos divirtiéndonos; vino en su majestuoso carro, con un
vestido muy elegante que a lo mejor era prestado, y una joven que, al parecer,
rehusaba bajarse. Por la distancia, la oscuridad o quizás la bebida, no llegué
a distinguirla. Cómo demoraba, fui a sentarme a una mesa que daba la espalda a
la entrada principal.
Instantes
después entró Tato y su desconocida acompañante; era tanto el interés que le
tenía que, recostando la cabeza sobre la mesa, me puse a dormitar la
borrachera. No sé cuanto tiempo pasó; desperté al oír una canción que gustaba
mucho a Yiseika, aquella melodía romántica que tanto-decía ella-le hacía
acordarse de mí.
Todavía
en el letargo vi parejas bailar la canción, entre ellas distinguía a Pittí y a
una muchacha que siempre demostró debilidad por mi compañero. ¡Vaya! Al parecer
el único que no bailaba era yo. ¡Qué diablos! Si con quien quería bailar no se
encontraba.
Me
retiré a un rincón lejano, no valía la pena quedarse mirando a los danzantes;
me quedé meditabundo hasta que finalizó la música, volví a acercarme al grupo
mientras lentamente las parejas iban abandonando la pista; una de ellas llamó
mi atención en especial; andaban muy abrazados y melosos, como pidiendo que
todo el mundo los viera; aguijoneado por la curiosidad, me acerqué más aún para
saber quienes eran; primero lo distinguí a él, que resultó ser el odioso de
Tato; a ella, por la penumbra y su propio maquillaje no podía reconocerla. Pero
bastó que las luces cayeran sobre ella un segundo para que su rostro quedara
grabado en mi mente.
Jamás
olvidaré ese instante. El estómago empezó a arderme y las manos a sudarme; el
corazón acelerado extenuaba mi respiración; la boca me quedó reseca y con un
sabor amargo; pronto un taladro perforó mi cráneo. El mundo se hundía a mis
pies, y el cielo, hecho añicos, caía sobre mí.
¡Mi
amada Yiseika! Y ahora sus besos y caricias eran dedicados a aquél que
consideraba un detestable enemigo. Tato después de unir sus labios a los de
ella, sus sucios labios, levantó la vista hacia mí y, dándose cuenta de lo que
me ocurría, comenzó a sonreír de aquella misma forma que tanto me hizo
sospechar.
En
esos momentos perdí la conciencia, o por lo menos la memoria, pues no recuerdo
nada de lo ocurrido de allí en adelante. Dicen que los ataqué como una fiera;
dicen que con mis propias manos derribé a Tato y comencé a azotarle el cráneo
contra el suelo, hasta que lograron separarme de él. No me acuerdo haber hecho
eso, sólo recuerdo un inmenso dolor de cabeza que cegaba mi razón, pero dicen
que así lo hice; también dicen que cuando vi a Yiseika inclinarse sobre el cuerpo inerte de Tato y
llorar, con la más gigantesca de las iras me liberé de quienes me apresaban, y
tomando una botella la quebré buscando cortar con su filo el cuello de Yiseika.
¿Por qué me hacía eso? Ella, a quien yo amaba.
Dicen
que Tato no llegó vivo al hospital y que, por puro milagro, Yiseika no murió
desangrada; una fea huella quedó en su terso cuello, un regalo de aquella
terrible noche; noche de traición. Eso es lo que dice la gente. No sé nada de
eso, pues de nada logro acordarme; sólo de vez en cuando siento un dolor de
cabeza y a veces, por las noches, despierto
todo sudado después de haber tenido una pesadilla que no recuerdo.
Ahora
me tienen aquí encerrado en algo que parece un hospital; las enfermeras y
auxiliares temen pasar a mi lado, no me explico por qué, si nada voy a
hacerles. A veces oigo a los doctores decir que soy un caso perdido, no sé por
qué lo dicen, sólo sé que yo no lo creo, pues no creo nada de lo que dicen...