Hay
fieras que saltan la cerca, se arrastran por el prado, se cuelan por una
ventana y atacan a sus víctimas en su propio hogar; así es el cáncer, no
sospechas su presencia hasta que es muy tarde. El Checo, sin ser un anciano,
era devorado por uno. Cuando representó al país en un congreso en Praga le
dieron las llaves de la ciudad; fue tan grande su orgullo que creyó estar en el
cielo en el que no creía. ¡Qué tiempos! La revolución era un hecho real
defendido por muchos; ahora, parecía negocio abandonado. Él, a su modo, seguía
defendiéndola. Pero los tragos, la pobreza y el ataque certero del cáncer lo
separaban de aquellos días. Ahora, acostado en un rincón de su cuarto,
alumbrado por el punto rojo de un cigarrillo, oía los pasos de la muerte, su
última novia, rondar su viejo colchón.
Asistía a la escuela y mal que bien,
intentaba dar sus clases; las fuerzas no le duraban mucho y pronto debía
acostarse en un sofá del salón de profesores. Era entonces cuando la cafetería
hervía en rumores sobre su evidente deterioro. Él, desde su cama improvisada,
replicaba irónico: "Eso es cuento de los guacamayos". No
soportaba el olor de la intriga. Su desquite, pedir prestado. Para nadie fue
sorpresa que dejara de ir al colegio. Hubo quien dijo verlo por las cantinas
del mercado y muchos se quejaron por no cobrarle lo adeudado. Otros lo
encontraron en una cama de hospital. Allá fue a verlo su última novia y sintió
el roce de su velo, el olor de las flores del ramo y aquella mano fría
acariciándole el pecho. A su pregunta final de: "¿Cómo está
profesor?", él le contestó: "Muriéndome, señora, pero aún de
pie".
No hay comentarios:
Publicar un comentario