Una de estas noches cargaré
diez mil ladrillos y sellaré para siempre la ventana. Ya no me serán
suficientes las cortinas de lino. Ellas, sin mayor esfuerzo, se pueden correr.
Así que buscaré los bloques. Quizás como sin querer, tal vez perdiendo adrede
la cuenta, pero sé que sólo así no abriré más la ventana y ya no podré asomarme
más en ella.
Deseo olvidar la cabalgata del
corcel de sombras y la campana de los cascos de la sangre. ¿Quién no huye del
espanto? ¿Del tintineo diabólico?
A la mala me enteré del por
qué, después de su paso, no crece la hierba. Vi a la medrosa salamandra
ocultarse entre la humillación de los musgos. Las esporas del agobio explotan
en el jardín. Buen incentivo para encerrarse tras las paredes. Sin embargo, una
cosa es observar al batracio desde el hogar y otra es huir del equino hasta la
cárcel. Exquisito dilema: O la amargura que ruge o las flores del hibisco.
Alguna vez me he decidido y uno
a uno comienzo el transporte de los ladrillos. Nunca falta un relincho malvado
para alentarme. Empero, una noche no basta para tanto tabique. Las horas pasan
y pronto la oscuridad es vencida. Cien falanges rosadas despejan el horizonte.
El corcel de sombras huye hasta otras latitudes. Es la aurora quien marcha
triunfante. Bandadas de gorriones anuncian su llegada. Ya no hay campana de
sangre, sólo rocío en cristales.
Abandono los ladrillos y vuelvo asomarme por
la ventana. La aurora y sus lienzos acarician la pradera y veo a la salamandra
salir de la humillación de los musgos y escucho crecer la hierba. Posiblemente,
una noche de estas, regresen los relinchos de la sangre y mis ganas de tapiar
la ventana. Pero ya es de día y hoy no lo haré.
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