Solía convertirme en cualquier
cosa. No es que fuese una especie de transformista. No es que podía cambiar mi
esencia a mi gusto. Nada de eso. Pero hay cosas que uno termina haciendo,
simple y llanamente, porque uno se acostumbra a todo. Es increíble la capacidad
humana de bajar hasta el fango y al día siguiente, aún poder bajar más.
Solía
caminar por los parques y ver a los piedreros inhalar sus pipas de crac y a los
borrachos extender hacia mí sus manos pedigüeñas de cuaras y yo, sin el menor
problema, me podía transmutar en ciego y no ver nada. Solía detenerme en una
esquina cualquiera, observar a las niñas ofrecerse a los transeúntes y a los
transeúntes conducirlas a una pensión cercana. Yo, sin el menor dolor, me podía
transformar en retrazado mental y no entender nada.
Solía subir las escaleras de la casa condenada donde
vivo, abrir mi puerta, traspasarla y al escuchar como algún vecino azotaba las
paredes de su cuarto con el cuerpo de su mujer, sin ningún resquemor, yo podía
transformarme en sordo y no oír nada. Hasta mi cocina llegaba el llanto de los
infantes asustados por la suerte de su madre, pero ya no importaba. Un sordo
mudo incapaz de hablar por no querer escuchar. Hasta no hace mucho mi piedad se
reducía a no hablar mal de nadie. Ni siquiera hablaba bien de alguien. Es más,
ni siquiera hablaba con alguien.
Solía
percatarme cómo los delincuentes vendían su porquería y cómo la policía pedía
su parte del negocio y cómo, para justificar su salario, arrestaban a un
ciudadano con la cédula vencida y yo, como si nada, me convertía en autista y
me aislaba de la inmundicia.
Sí,
así es. Solía hacer esas cosas y otras peores. Ya no puedo. Perdí el don de
transformarme. Hasta para ser apático se necesitan fuerzas.
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