Salió a pescar el artesano cuando
las cerámicas crecieron a un costado de los montes. Ellas, las cerámicas,
semejaban árboles de trigo masticados por la mirada hambrienta del sol. Ellos,
los montes, parecían sorbetes de granito y mármol derramándose hasta los
valles.
Las manos de vidrio del artesano,
callosas y repletas de elefantes, a lo largo del camino acariciaban los lacios
cabellos del índigo pasto; a su vez, el niño medio día lloraba lágrimas rubias
sobre sus hombros aterronados.
Sus ojos, cuencas de jazmines,
tejían quimeras sobre el lago de las eternidades y del modo que mimarían a las
almejas veloces de conchas carnosas y labios únicos y voluptuosos en las noches
breves con piel de celo.
Sus pies, como lenguas hambrientas,
saboreaban los reflejos. Un calor picante empujaba su ombligo de humedad y el
artesano sonreía al imaginarse reflejado en el lago querido.
Al llegar a la orilla, ¡Fraude de
fraudes! Ni una gota, ni una, sólo moluscos atrapados en el lodo duro,
envejecido. Sus manos de cristal se marchitaron cual claveles ermitaños. Sus
ojos, cuencas marinas, se inundaron de vacíos mientras tintoreras amargas
aleteaban en sus remansos. Sus pies, ofendidos al ver el lago asesinado por la
sequía, vomitaron los sabores del camino.
El artesano, desde la orilla, lloró
por las almejas antes veloces y ahora cubiertas de fango. Se acercó a una de
ellas, la tomó y, luego de besarla, la alimentó con requiebros en su cobijo.
¡Restitución de restituciones! Al alzar los ojos, el artesano vio el cielo
nublado y prestó a derrumbarse sobre él. El lecho del lago y los moluscos
atrapados en el lodo envejecido, se prepararon para la danza.
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