Era una tarde de luz melódica. Una
tarde de acordes resguardados por los colores. Era una tarde afectada por la
transparencia. Había tanta luz que nada quedaba oculto. Todo se podía ver. Era
una tarde repleta de franquezas.
Esa
tarde, durante un buen rato, una niña estuvo observando a las mariposas.
Observó su vuelo en el jardín, tal como si fuesen retazos de tul flotando sobre
el césped. Observó su ir y venir entre las flores bebiendo el néctar, tal como
si fuese el más rico de los siropes. Observó el golpe de sus lentas alas, tal
como si estuvieran suspendidas en el aire por hilos invisibles. Y con tanta
observación se le ocurrió una idea.
Corrió
por todo el prado practicando el aletear de las mariposas. También estiraba los
labios formando una trompeta presta a chupar el líquido dulce de las flores.
Cuando
creyó estar lista, la niña extendió sus manitas y sus dedos aletearon entre la
luz. Los colores del iris, haciéndose cómplices con ella, pintaron sus
intenciones.
Primero
fueron las uñas de sus manitas, luego las mismas manitas; los codos y los
hombros; el cuello, la cara y el cabello; su tórax, abdomen y espalda. Por
último, sus piernas, tobillos y pies.
Esa
tarde brillante y honesta, ella, la niña que observaba a las mariposas, bañada
en colores y con su trompeta lista a chupar el líquido dulce, extendió sus alas
y voló con alas de retazos de tul. Tal como si estuviera suspendida en el aire
por hilos invisibles. Tal como si buscara el néctar que hay más allá de las
flores.
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