Juan Díaz, 1 de abril de 2002
Querida cosa alada y peluda:
¡Hola!
¿Cómo estás? Espero que bien y recuperándote de ese terrible y afortunado
accidente. Fue como para el titular de un periódico: “Murciélago choca a
alta velocidad contra un ventanal”. Me imagino que te confundiste por volar
de día. ¿Qué te motivó a hacerlo? ¿Acaso fue el gato del vecino que rondó por
donde acostumbras dormir? Si fue así, házmelo saber para reclamarle cuanto
antes al dueño del felino.
¿Ya sanó tu
fractura del tabique nasal? Cuando te vi sangrar por la trompa supe al instante
que te amaría por siempre. Mi vocación de veterinario frustrado brotó como agua
de un manantial. Te tomé muy dulcemente entre mis manos y limpié la sangre de
tu rostro. Tuve que tener mucho cuidado para que no me mordieras con tus
filosos dientes. Mira si te amo, a pesar de mi costumbre, no te obligué a fumar
ni un solo cigarrillo. Todo lo contrario. Al terminar de curarte te deposité
entre las ramas de un almendro; así podrías, después de recuperarte, tener a la
más corta de las distancias los frutos que tanto te gustan.
Al volver en ti, como para
demostrar tu maestría, volaste varia veces cerca de la ventana sin siquiera
rozarla. Luego te alejaste y no te he vuelto a ver. Por eso decidí escribirte
esta carta. La voy a dejar en la misma rama donde te coloqué aquella tarde del
accidente. Espero que regreses por almendras, la encuentres, vueles hasta mi
ventana y como no sabes leer, me pidas con una mirada que camine hasta el
almendro y te lea mi carta. Con cariño...
Alberto
Olivardía
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