Hay una historia, hasta ahora, no escrita; por lo
tanto, poco conocida. La del otro Aladino. Sí. Hubo otro Aladino. Uno que
caminaba las calles por no volar en alfombras ajenas. Aquel que quiso
regresar la lámpara y por querer regresarla limpia, la frotó hasta
abrillantarla. Ya había liberado al genio de su encierro, sin embargo él seguía
lustrando la farola. Tan abstraído estaba que no restó atención al famoso
discurso, ese de amo estoy a tus servicios, he de concederte todos tus deseos,
bla bla, bla. Aladino, el otro, parecía más preocupado por completar la labor
comenzada. El genio, después de unos minutos
de ser ignorado, se impacientó y preguntó con imperiosa voz: -¿Qué deseas?.
El otro
Aladino levantó sus ojos y poco se admiró con los vestidos del majestuoso elfo.
Vio un sesgo despectivo en su mirada que no le agradó para nada. He dicho que
deseas-insistió, casi gritando, el mágico ser. El Aladino de las sandalias
gastadas le contestó que por lo pronto no deseaba nada y puso mayor ahínco en
el movimiento del paño sobre la superficie del quinqué. Así estuvo por lo menos
un par de minutos, hasta que finalizó. Una vena comenzó a inflarse en la frente
del genio.
¿Acaso deseas un palacio repleto de
joyas? Cada baldosa sería del más fino mármol. Cada acabado de oro y marfil. No
habría mueble que no fuese de sándalo y caoba. Sus jardines abundarían en
flores y topacios-inquirió el antiguo habitante de la lámpara. El otro Aladino,
arqueó por un instante la ceja izquierda, se llevó el índice de la mano derecha
hasta sus trompudos labios, y finalmente le dijo a su interlocutor que mejor
no. Que eso de dedicar el resto de su vida a velar por el brillo de una casa tan
bella y de tantas alhajas no le era para nada atractivo. Y ni casa ni joyas
tendrían gracia si alguien no se dedicase de lleno a cuidar su fulgor.
Abrillantó la lámpara sólo para no regresarla opaca a su dueño. Podrías dedicarte a abrillantar diamantes y
esmeraldas y luego regalarlos a tus familiares y amigos-le sugirió el genio.
Aladino, el del turbante viejo, reaccionó de un saltó preguntándole al genio
sobre que clase de amigo sería él, si por culpa de esos regalos sus familiares
y amigos perdieran el amor al trabajo.
Después de un largo suspiro el genio
preguntó: ¿Quieres ser dueño de mucha tierra y mucho ganado? Tendrías los más
finos corceles. Las vacas y cerdos más gordos. Las ovejas con la más delicada
lana. Las aves de corral de más rápido crecimiento. Muchas hectáreas sembradas
con las más frescas legumbres y muchas más hectáreas cubiertas por las sombras
de los más productivos árboles frutales. Nuestro Aladino le contestó que apenas
tenía tiempo y ganas para atender una docena de sábilas que crecían en su patio
trasero. Podrías darle trabajo a
tus amigos- sugirió tentador el majestuoso cumple deseos. Al Aladino de las
manos callosas no le pareció mala la idea. Pero al final desistió, pues tendría
que preguntarse si sus amigos y familiares seguían siendo sus amigos y
familiares o se convertirían en sus empleados. La respuesta lo asustaba.
¿Quieres que te consiga
la mujer de tus sueños?-golpe bajo de parte del genio. Aladino, el otro, apenas
pudo confesar que aquella a la cual dedicó muchas horas de ilusión, al final,
decidió ilusionar a otro. Y él respetaba tal opción. El genio insistió: Te
inventaría una mujer de acuerdo a tus gustos y deseos. El otro Aladino no
disimuló su ira y le espetó al mago que se imaginara lo amargo que sería vivir
con una mujer sabiendo que toda la felicidad no era más que fruto, no del amor,
sino de un hechizo. El genio enojado, con la vena de la frente a punto de
estallar, se transformó en ogro y lanzó esta amenaza: O le pedían un deseo o a
alguien le iría mal. Muy mal. El otro Aladino, dadas así las cosas, sólo se le
ocurrió ordenarle que entregase la lámpara a su dueño. Pero el dueño de la
lámpara es quien tiene la lámpara- replicó el genio. Bueno, ahora tú la tienes,
le dijo el otro Aladino. Y así muy ufano se marchó. Y la cara del genio
angustiado se alargó, se alargó y se alargó.
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