Treinta y siete veces lo has intentado, otras tantas has
fracasado. Por lo menos nadie te puede acusar de que te rindes fácilmente, de
que eres poco pertinaz, de que tu espíritu se quiebra con la memoria del dolor.
Nadie puede tirarte en cara algo que suene a antónimo de terquedad.
Tres docenas más uno de
intentos. Si tan sólo pudieras explicarte y dar razones. Quizás si comunicaras
mejor tus motivos y los pensamientos que hay detrás de ellos, quizás tendrías
seguidores, gente que te aplaudiera y reforzara tus intenciones. Pero bien
sabemos que lo tuyo no es eso de la comunicación. Y precisamente allí está el
dilema.
No somos islas. Todos estamos
de una u otra forma relacionados. Hasta mi camisa es una manera de entrar en
contacto con el trabajo de un montón de mujeres atadas a una máquina de coser
allá en Tailandia. Pero lo tuyo no es la comunicación. Comienzas muy bien,
hasta encandilas como fuego artificial; de repente explotas y luego sólo queda
el silencio. Hasta allí tu comunicación. Tú estás consciente de eso. Por eso
admiro tu decisión de intentarlo una vez más.
Mañana te vestirás de
saco y corbata, te acompañará tu testigo, te pondrás de pie frente al juez de
paz y ella estará a tu lado, prometerás cuidarla en las buenas y en las malas y
al final escucharás, nuevamente, al magistrado decir: “Los declaro marido y
mujer”.
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