El
final del Reino Yoredh fue espectacular. El gigante inundó sus ciudadelas con
aceite negro y tapó sus entradas con un polvo que, a una orden suya, se
convirtió en destellos de luz y calor. Ese día el aire se espesó con colores y
olores que yo esperaba nunca más volver a percibir.
Las
vecinas, las del Reino Yoredh, las pocas que pudieron sobrevivir, ahora caminan
atolondradas, idas, llenas de malos recuerdos; sus pieles aún exhalan ese olor
pesado, el de los destellos. Y lo peor, deambulan sin reina. Ya no son
súbditas, ahora son obreras y guerreras sin reino que construir o defender.
Luego
de acabar con las vecinas, el gigante dirigió sus maldades hacia nosotras.
La
primera vez que lo vi, no me impresionó; había visto a otros muchos más
grandes, pero me llamó la atención las risas de cristales que producía cuando
aniquilaba a mis conciudadanas. Lo bueno era que sus pantalones cortos
permitían hincarle las mandíbulas en las pantorrillas.
Con
el correr del tiempo, la historia de Yoredh también fue la nuestra. El temor se
infiltró en las paredes del reino, y cada vez que se escuchaban sus pisadas en
el prado, la angustia rasgaba nuestras entrañas. Incluso, las de la Reina. Sufrimos
sus crueldades: nos cazaba una a una, hasta que contar las bajas llegó a ser
parte de la rutina diaria; anegó nuestros fortines echando a perder las
provisiones; alineó en las vías de acceso al reino los cuerpos heridos de sus
víctimas, nuestras hermanas, para que sus gritos atormentasen a las
transeúntes; nos amputaba las antenas, y enloquecidas, terminábamos combatiendo
entre nosotras.
La historia de Yoredh también fue la
nuestra. Ahora sólo nos queda esperar el final, y que el olor a aceite y a ese
polvo mágico, convierta el reino en destellos de luz y calor.
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