Juancito
es un limpiabotas.
Todas
las madrugadas se levanta con la esperanza de lustrar algún par de calzados
antes de entrar a la escuela; cuando sale de ella se dirige a la plaza y
abrillanta zapatos hasta la llegada de la noche. No es de extrañar, entonces,
que su mejor amigo sea el cepillo de lustrar. Con él sostiene largas
conversaciones y no hay secretos entre ambos, bueno, casi nunca.
Después
de cada jornada dirige sus pasos al hogar. Tiene que atravesar el puentecito
sobre la quebrada de aguas negras y saludar atentamente, para no pagarle, al
tipo del enorme diente de oro que pide plata por cruzarlo. Antes de llegar a su
casa todavía tiene que saltar algunos charcos de extraña procedencia. Siempre
lo hace con mucho cuidado, no se vaya a caer de su caja y extraviar su mejor
amigo, el cepillo.
Dentro
de la vivienda saluda a su abuela y mira de reojo a sus hermanitos.
Generalmente, a esa hora su mamá aún no ha llegado. A su papá sólo lo ve en la
corregiduría cuando le sacan una boleta por lo de la pensión alimenticia.
Ingiere
la única comida fuerte del día. Hace algunas tareas. Medio que se lava los
dientes. Eso sí, lustra muy bien sus zapatos venidos a menos; de él jamás
podrán decir que es el herrero que usa cuchillo de palo. Se acuesta entre dos
de sus hermanitos y espera el sueño mirando el techo de zinc oxidado. Entonces
la abuela le pide un informe pormenorizado de todo lo que hizo durante el día.
Juancito lo hace, poniendo por testigo, a su amigo, el cepillo de lustrar.
A la
madrugada siguiente, lo mismo, otra vez.
Juancito
ha repetido un par de grados, por lo cual las camisas del uniforme escolar le
quedan con el ombligo medio afuera. Pero eso ya pronto no va a importar, este
diciembre termina la primaria y el próximo año usará otro uniforme. Tiene
grandes planes para celebrar la graduación y, al fin, cumplirá un íntimo deseo.
Con
mucho trabajo ha ido ahorrando algo y seguirá hasta tener suficiente para
realizar su anhelo. Este afán se le desbordaba por los poros y no le era fácil
ocultarlo. Tanto que el cepillo llegó a notarlo.
Sin
conocer los pensamientos de Juancito, su amigo le animaba a no desistir y a
seguir trabajando. Que él mientras tuviera pelo, lo acompañaría siempre. Juntos
trabajarían por alcanzar el deseo de Juancito. Aunque le molestaba un poco que
su amigo no confiara en él y le guardara un secreto.
Un día
por fin, mientras lustraban en el parque, el cepillo ya no resistió más la
curiosidad y le preguntó sobre el famoso deseo. Juancito, después de algunos
rodeos, le contestó:
-Amigo
mío, quiero ahorrar suficiente plata para mandarnos a poner a mi abuelita, a
mis hermanitos, a mi mamá y a mí mismo, un enorme y brillante diente de oro
para poder sonreír-.
El cepillo no quiso decir nada y se
apuro a seguir estirando el betún sobre el cuero del calzado.
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