Una
cabrita verde cayó en el hueco de mis sueños. Sus ornamentas se incrustaron en
mis encías y la savia derramada, en el aire, dibujó su nombre: Exequátur.
Aquella cabrita, con pezuñas de
algodón, pastó entre mis agróstides y el sirle fértil desbordó la parcela en
rosas, oberturas, versos, y me guió hasta el bosque turquesa donde trotan
rinocerontes calzados con zapatillas de porcelana, donde vuelan hipopótamos con
alas de tul, donde los tapires y sus encajes buscan el polen de los claveles,
donde un engripado elefante estornuda decenas, cientos, miles de colibríes y
sonríe azorado.
Y juntos, Exequátur y yo, allá en el
bosque turquesa le dimos la bienvenida a los perros de aire que ladran poemas
de espumas y a las mariposas de enormes orejas que buscan la voz correcta y a
un búho con plumas de uranio que se ríe de tal codicia.
Esa cabrita me enseñó a buscar. Y
aprendí a buscar. Y
busqué a una potranca que corriera por la
llanura sin perderse de vista. Busqué
un amanecer de toros en embestida salvaje contra las tristes murallas y a una
trapecista que saltara envuelta por las trenzas del viento.
Busqué un
mar sabio donde murieran ahogados los peces ridículos. Busqué una vorágine que arrastrara los velos del
imposible en rifa de todo o nada y a una mujer con M de Edén que comiera de lo
prohibido.
Busqué una
estrella rabiosa coronada de resplandores. Busqué una madrugada fresca, una cascada de rocío y un
camino, lleno de baches, pero al fin y al cabo, camino.
Busqué una
razón para respirar. Busqué un
desmotivo de querellas y un grito silencioso en la autopista. Busqué el hueco de mis sueños. Exequátur, la cabrita
verde, me lo descubrió.
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