Una
almohada es suave, hasta puede ser tierna; pero sólo muy dormido se le puede
confundir con una mujer. En la piel de una mujer se puede sentir el sabor a
sudor ajeno, en una almohada, no. Yo, sin estar dormido, puedo sentir el sabor
a sudor ajeno sobre la funda de mi almohada.
Duermo solo. Bueno, casi siempre. A
veces los sueños me acompañan, pero basta que el ritmo de mi respirar cambie
para que me abandonen. Basta que el murciélago que habita en mi tórax roce mis
pulmones para que éstos se agiten. Entonces los sueños se van, me abandonan
huyendo del terrible batir de alas peludas. Yo tengo un murciélago volando
dentro de mi pecho, nadie me cree.
Cuando voy al médico siempre se
enoja. Él cree que mi corazón tiene una magnífica salud, que lo mío no es más
que una necedad extraordinaria. Que difícil es explicarle que no tengo un
corazón que bombea sangre sino un murciélago que la succiona. Un miserable
quiróptero que cuando bate las alas, agita mis pulmones, espanta mis sueños,
arruga mi ceño y sospecho que deja mi boca con un aliento terrible, pues basta
que la abra para quedarme solo.
¿Cómo pudo crecer ese bicho dentro
de mí?
No sé, supongo que fue cosa de los
años, las costumbres y esas ganas de comer en mi plato sin interrupciones. En
la secundaria siempre me mantuve alejado de los muchachos, mucho más de las
muchachas; nunca jugaba pelota, jamás piropeaba chicas, siempre sentía el roce
del murciélago en mis entrañas. Desde entonces, al eructar, siento cómo su pelo
asqueroso se mezcla con mi comida. Una vez en el bachillerato tal sensación me
provocó vomitar; al explicarle la razón a mi padre, él revisó el vomito
minuciosamente y al no encontrar nada parecido a un pelo, me castigó por una
semana. Todo por el maldito murciélago.
Gracias a él soy un solitario.
Por él, camino sin compañía por los
parques y me siento en alguna banca retirada a esperar por lo menos que caiga
la lluvia.
Por él, voy al cine y no tengo con quien
comentar la película ni a quien ofrecerle palomitas de maíz.
Por él, mi labio inferior no conoce
otra piel que la de mi labio superior.
Por él, por el maldito murciélago, sin estar dormido, sin
usar mucho la imaginación y sin la compañía de los sueños; por él y sólo por
él, confundo el olor de mi almohada con el aroma a sudor de mujer y la mojo, a
ella, mi almohada, con aquella humedad viscosa que el murciélago no me deja
compartir.
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