¡Nosotros
pertenecemos a la raza adolorida!
La que derrama lágrimas en el silencio
de la noche, la que ya no habla pues tiene un grito amargo atascado en la
garganta. La que tiene repletos sus adentros de calores y olores.
El brillo de nuestra sonrisa no es
más que maquillaje impuesto. Un detalle de los amos para lucirnos en las
fiestas. Luego de ser oprimidos y aplastados por el peso de nuestros
explotadores, somos los olvidados en un rincón, el pasto de los hongos. Somos
un linaje herido, el de los pobres diablos, sin mayor esperanza que ser
gastados y luego desechados. ¡Qué vida!
Mañana a mañana, tarde a tarde,
noche a noche lo nuestro es salir a la calle cargando los deberes hasta que el
tiempo nos hiera con su aguijón. Parecemos destinados a ocupar el último lugar;
siempre lo ocupamos. Aún así, no desfallecemos.
Llueven los golpes pero no nos hacen
mella; después del primero los que siguen no duelen. Por eso proseguimos sin
dejarnos engañar ni por la perfidia ni la envidia, ambas hijas de la ignorancia
y nosotros no somos ignorantes. Insistimos sabiendo que al final del camino
nuestros sueños nos estarán aguardando. Como todos los demás también tenemos
sueños: levantarnos del suelo y ver con nuestros propios ojos a las nubes jugar
con el sol en el horizonte.
Así llegará un día en que el negro,
el blanco y el chocolate uniremos nuestras roncas voces, para dejar escapar el
grito amargo que teníamos atascado en la garganta y decir con orgullo:
¡Zapatos de todos los países, uníos!
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