Arte de Rafael Galdames
A mí me gusta platicar con la Luna. Es muy divertido
porque ella es muy hablantina. Sólo hay que aprender a escucharla. Ya es de
noche cuando aterriza en mi patio y me escapo por la puerta de la cocina y voy
al jardín a saludarla. La miro muy fijamente, le digo hola y entonces
comenzamos a conversar. Así aprendí a oírla. Ella me cuenta que viene de más
allá de las nubes y de jugar con meteoros; yo le cuento mis andanzas.
A veces, la Luna se conforma con ser
resplandor y me saluda desde los sombreros del bosque; otras veces se convierte
en niña y jugamos a las escondidas. Antes de irme a dormir, siempre, me invita
a sentarnos en el césped y usamos de espejo las gotitas del rocío. Al día
siguiente, el Sol se pone muy celoso y calienta mi cabeza con más fuerza. ¡Qué
mal humor tiene el Sol! Por eso tengo que jugar con él también. Pero él nunca
se convierte en niño.
También me gusta jugar en los
parques. Allí corro por las veredas, salto las bancas y hago sudar mucho a mi
abuelito. Cómo me gusta ver a las estatuas. Pero siempre que miro una está
inmóvil. A ninguna he visto caminar, correr o saltar ni siquiera sentarse a las
que están de pie. Siempre quietecitas, sin gotas de sudor en sus caras, sin sus
pechos inflarse al respirar, sin sacudir las piernas por el cansancio. Tal vez
algunas de ellas bajen por las noches a caminar por los patios que vigilan de
día. Quizás, cuando nadie las ve, estiran perezosas los músculos mientras
truenan sus huesotes. A lo mejor van en secreto hasta una refresquería y allí
beben mucha chicha. Mi papá dice que tales cosas son una tontería y que nadie
ha visto brincar a una estatua. Yo creo que lo que pasa es que ellas son
tímidas y no les gusta que las vean juguetear.
Con las estatuas no puedo jugar y
nada más las miro… ¡cómo no se mueven…! Por eso cuando voy al parque me
divierto con el viento. Lo que no me gusta es que siempre trata de soltarme las
trenzas que mi mamá me hace en las mañanas. También juego mucho con las nubes,
yo adivino y ellas dibujan. A veces, ellas tratan de adivinarme el pensamiento.
Lo que sí no me agrada es ir a la escuela y hacer la
tarea.
Ayer le
pregunté a la maestra: ¿Para
qué sirve un caracol? No me contestó. Supongo que un caracol sirve para dejar
baba sobre las piedras del jardín. O para dormirme mientras camina hasta la
siguiente piedra. Lo hace tan lento que no hay más remedio. También para verlo
mover sus antenas como si fuera un marciano. Creo que los caracoles no sirven para
jugar, me da asco la baba esa. ¡Ah! Ya sé: los caracoles deben servir para
asustar a las otras niñas, pero que sea Emilio el que los agarre, ni loca me
embarro con esa baba.
La maestra nunca me sabe
contestar mis preguntas. Por eso no me gusta la escuela. Pero sí me encanta
jugar. Jugar con la luna, el sol, las
estatuas, las nubes, el viento y hasta con los caracoles. Pero con quien más
prefiero jugar es con papá y mamá; más que con mis muñecas. Dice mi abuelita
que lo que ellos deben hacer es regalarme un hermanito. No sé cómo van a hacer,
pues yo no he visto que vendan hermanitos en las jugueterias.
Este cuento esta muy lindo y tierno! Me gustaría verlo con ilustraciones y diagramado para lectura de los niños... Jejeje
ResponderEliminarCreo que saldría un hermoso cuento infantil de 12 páginas...
Me gusto el cuadro tambien. Gracias por compartirlo.