En enero el hijo del istmo salió a sembrar plantones
en los jardines y las praderas del gran huerto.
Salieron a sembrar flores blancas, rojas y azules rebosantes de néctares y polen. Pero ese mes, las
garras del águila calva bebieron del plasma rebelde.
Antes
de aquel término hubo otras manos de sueños
universales y savias multicolores. Manos de cobre que crecieron entre frutos de
la selva. Manos de ébano que preñaron a la joven tierra. Manos de bronce que,
con arcilla delgada y sudor grueso, forjaron la quimera libertad. Manos de
marfil que rompieron el aire con la guitarra. Manos bellas y ancestrales.
Cuando
nació la idea del gran huerto, desde cada esquina del arco iris vinieron muchas
manos a tirar del arado y trazar los surcos. Las manos juntas clavaron sus
gruesas falanges en la hoja metálica, rompieron tierra, allanaron planicies y
sembraron abrazos inmortales en plena cintura del hogar istmeño. Manos de cada
esquina del arco iris vinieron a cubrirse de callos en el borde del huerto.
También lo hicieron las manos del hijo del istmo.
Y
vio crecer las verduras y las legumbres y los granos. Y después de muchos años
creyó conveniente sembrar sus flores en los predios del gran huerto. Nada más
natural le pareció. Y esperó el mes de enero. Y el águila calva también lo
hizo.
El
día nueve el tornado de alas y garras arrastró las flores. Y nunca fueron tan
unidas las manos, la izquierda y la derecha, del hijo del istmo. Un dilatado
peregrinar emprendió. Sin embargo, cuatrocientos meses más tarde, llegó el
medio día del águila calva. Aún hubo otro incendio maldito. Pero la historia ya
estaba escrita. Las manos del hijo del istmo ahora siembran dignos plantones
blancos, rojos y azules entre los ricos surcos del gran huerto.
La
cosecha es mucha.
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