Me muevo al margen...

Aquí, en el margen, en el margen del canon, no hay reglas que cumplir, ni jueces que complacer, ni halagos que buscar, ni aplausos que dar con el hígado irritado...aquí, en el margen, en el margen del canon, sólo puedo hacer lo que me da la gana...

domingo, 27 de abril de 2014

AL FINAL FUE LA PALABRA

El jefe de la manada

De niño, en las veredas de mi jardín, la lujuria y el delito jamás dejaron huellas. Sus pasos quizás eran, quizás, retumbos antiguos, nunca hierro y piedra. Allá sólo había orquídeas, mangos y un sabio cocotero; el compañero de las parejas que estrellaban contra la tierra los inútiles reparos.
            Tuvieron que aparecer las sotanas para que el pecado recalara en mi vergel. Yo no lo conocía, un cura me lo presentó el día que prohibió el centelleo de pieles. ¡Adiós susurros en el palmar! Y ya no hubo parejas, sino machos, hembras y lechos plenos de obligaciones. El día que llegó la virtud eclesial a mi antiguo patio de colores, los sacerdotes celebraron con cincuenta y nueve misas y ochenta y tres procesiones.
            Al arribo del policía, la parcela de los mangos pasó de rincón de chiquillos a tugurio de infractores. El tolete policiaco, cual vara nigromante, convirtió la cosecha de la fruta en delito. Él, el policía, me enseñó a robar. El día que llegó el orden policial a mi campo en flor, los policías celebraron con cuarenta redadas y setenta y tres operativos.
            Con el abogado la cosa no fue mejor. Un edicto reglamentario logró que la sencillez pariera embrollos. Él, el abogado, interpuso un papel entre cónyuges, hermanos y vecinos, y aprendí una nueva palabra: demanda, y olvidé una vieja palabra: convivencia. El día que llegó la tramitación legal a mi prado de aromas, los abogados celebraron con noventa y seis procesos y veintiuna diligencias fiscales.
            Derribaron muchos árboles para fabricar tanto cartón consumido en los letreros de prohibido, tanto barrote usado en las cárceles y tanto papel de resoluciones judiciales. Y un buen día las figuras llenas de censuras, al ritmo de un sermón, transformaron el huerto de palmas y orquídeas en llamas, humo, ceniza. A veces me cuesta recordar como eran los Dendrobios.
            En mi infancia, delito y lujuria eran voces desconocidas. Curas, policías y abogados me las enseñaron. El día del incendio tuve que despedirme de vivir con la piel expuesta a las falanges de la brisa, de las orquídeas, de los mangos y del más sabio cocotero. En nombre de la virtud, la ley y el orden aún inhalo ceniza de flores. Pero aprendí a cubrirme con un sayal.
            El jardín ya no fue mío. Era del hambre de las carabelas y de las codicias de la caña. Era de ellos, de los que me hablaron de lujuria y delito, y así fue hasta que la huerta parió una palabra jamás antes pronunciada. No sé como, entre tanta esterilidad, germinó ese roce de sílabas, pero creció hasta ser espiga de mazos.
            Sotanas, toletes y edictos cerraron sus oídos y aún así la palabra brilló, caminó, encontró, amó y engendró chiquillos vivarachos y sedientos de inmortalidades. Y los sordos por vocación que usurparon miel y polen, ya nunca más reinaron.

Una palabra jamás antes pronunciada los echó de la huerta.

domingo, 20 de abril de 2014

REGRESA

Gato posando

Regresa, todavía hay rostros que resienten tu distancia.
            Rostros que precisan despeinarse, chocar contra el viento y archivar las arrugas en la última gaveta; rostros faltos de mejillas con alas que puedan volar sobre los lagos azabaches, esos donde duerme la memoria sumergida en sal.
            Rostros que precisan construir hogares y no edificios inteligentes, caminar en las marchas y no reprimirlas, dar el vuelto exacto y hallar en el diccionario la palabra ministerio; rostros que quieran pregonar más el Domingo de Pascua y menos el Viernes Santo.
            Rostros que precisan entender que las ventanas son para la luz y no para el espionaje, que la gente es gente y no chequera; rostros adictos que necesitan desistir de la velocidad.
            Rostros que precisan buscar dientes de leche insertos en una boquita, el coraje de no traicionarse, vivir sin ocultar la luz, morir sin buscar la muerte, vivir sin imitar al murciélago; rostros que precisan desplomarse en soledad antes que permanecer hediondos a orines de gusano.
            Regresa, esos rostros ya no son ajenos sino tuyos e insisten en buscarte en el cristal. Ellos te darán lo bello. No sabrán cómo, no tendrán idea, pero te cumplirán.
            Regresa, todavía hay rostros que resienten tu distancia.  

domingo, 13 de abril de 2014

QUIERO VER

Gato arbóreo

Pasaba el Maestro por la vía de la Consolación. Allí Jericó el ciego acostumbraba pedir limosnas. Obviamente, cualquier paseo del Maestro provocaba algarabía o por lo menos un intenso susurro de voces y pasos. Eran muchos sus seguidores. El rumor provocó que Jericó preguntara que ocurría. Le respondieron que el Maestro transitaba por la vecindad y el ciego abandonó sus pocos trastos y las pocas monedas cosechadas del bolsillo de los piadosos y gritó: ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Líbrame de la amargura!
Jericó vociferaba e intentaba acercarse al Maestro. Los discípulos le bloqueaban el paso y hasta pretendían callarlo; uno incluso le cubrió la boca con la mano, mano a la cual Jericó le hincó los dientes con mucha fuerza. El grito de ay del atrevido fue suficiente para llamar la atención del mentor. Después de escuchar las explicaciones pertinentes, el Maestro preguntó a Jericó: ¿Y cómo puedo librarte de la amargura? Enséñame a ver, contestó el limosnero.
El Maestro sopesó por un instante la petición del ciego, sonrió y aceptó complacerlo. Quieres ver, entonces verás. Aleja de tu corazón los espejismos y las sombras huirán de tus ojos. Dicho y hecho. No bien Jericó había cumplido las indicaciones cuando la luz inundó sus pupilas.
Y Jericó vio. Vio el rostro compasivo del Maestro. Vio las caras sonrientes de los discípulos. Vio sus propias manos y la mano mordida del atrevido que intentó callarlo. Vio las frentes sudorosas y trabajadoras. Vio los ojos colmados de fe de los testigos del milagro. Pero también vio miradas repletas de envidia. Vio cuellos estirados. Vio rostros llenos de desprecio que parecían preguntarse el por qué el maestro lo complació. Vio recogerse las manos que antes se extendían atiborradas de monedas. Y Jericó vio tantas cosas que sólo pudo preguntar: ¿Y si me arrepiento? El Maestro no le contestó.

domingo, 6 de abril de 2014

LA AUSENCIA SE HIZO MURALLA

Cenando

La ausencia se hizo muralla y sobre ella colgamos los impermeables después de vitorear los tranques y antes de vestirnos con silencios. Cuarenta termitas caminan por mi espalda mientras tu angustia espera el próximo aguacero. Y sólo espero comprar suficientes cirios para quemar un poco lo nublado y rogar que sea lo gélido quien haga temblar las mandíbulas y no el miedo a una vejez sin siquiera discusiones.
            La ausencia se hizo muralla y sin embargo hubo un tiempo que dimos hospedaje al cariño y a toda su familia; fuimos sus anfitriones y ellos nos guiaban a las nueve de la noche, cuando tus pechos rozaban mi pecho; así fue hasta que la lluvia los echó de la casa que antiguamente era nuestro hogar y ahora parece nuestra cárcel.
            La ausencia se hizo muralla, pero aún creo que a pesar de la humedad es posible el regreso. Si tan sólo pudieras escucharme sin hundir tus oídos en el lodo rabioso. Si tan sólo pudiera besarte sin imaginar el mármol y el granito. ¿Por qué no me ayudas a olvidar las manchas de negación? ¿Por qué no quiebras las reticentes tijeras? ¿Por qué no huimos del techo carcomido que amenaza con caerse? La soledad promete visitarnos con el próximo chubasco y cada sollozo enclaustrado se convierte en cemento, ladrillo.
            La ausencia se hizo muralla y sólo espero que cuando escampe, todavía nos sobre tiempo para que un dedo camine sobre la primera arruga y no sólo seamos cónyuges, sino también amantes.

            La ausencia se hizo muralla y sólo espero que cuando escampe se marchen la angustia y sus termitas y mi pedúnculo por fin, vuelva a crecer hasta tu cáliz y tus dedos tornen a cantar la música arrancada con tus uñas, al pentagrama de mi cuerpo.